Knausgård viaja a su niñez en la tercera entrega de ‘Mi lucha’.

Karl Ove Knausgård (1968) emprendió en 2009 un proyecto literario sin igual: su obra autobiográfica Mi lucha es una gran proeza; está compuesta por seis novelas, la última de las cuales fue publicada en otoño de 2011. Ha obtenido numerosos galardones en su país y una cantidad insólita de lectores, además de un gran número de traducciones. Anagrama ha publicado los dos primeros tomos, con extraordinaria acogida crítica: La muerte del padre: «Sorprende por su lucidez y profundidad; una obra seria, concienzuda, que sugiere buenos augurios sobre el resto. Aguardo impaciente la traducción de los siguientes volúmenes» (Robert Saladrigas, La Vanguardia); «Un libro importante, un esfuerzo literario digno de admiración y un ejemplo de vocación literaria» (José María Guelbenzu, El País); «A mitad de camino entre el descarnado pacto autobiográfico, las memorias, las confesiones íntimas o la cura psicoanalítica y autodesmitificadora» (Mercedes Monmany, ABC); y Un hombre enamorado: «Gran literatura» (Alberto Manguel, El País); «Esa sensación, como en Roberto Bolaño, de que el autor se juega el pellejo en cada página, que se inmolaría en el altar de Odín por conseguir un pasaje perfecto» (Antonio Lozano, La Vanguardia); «La forma de reflexión más cercana a la vida que he leído en mucho, mucho tiempo» (Anna Caballé, ABC). Ahora saca a la luz el tercero: La isla de la infancia.

¿Qué circunstancias propicias deben darse para ser un fenómeno literario internacional? Una puede ser publicar en EE UU de la mano del mejor agente literario del mundo y que los autores locales (pero universalizados por la colonización anglosajona) se deshagan en elogios hacia tu obra. Pero la principal: haber escrito una obra ambiciosa y capaz de señalar calmadamente el camino de una posible transformación de la novela.

Así que debemos ser cautos cuando escuchemos hablar del noruego Karl Ove Knausgård (1968) como el nuevo Proust, el Musil nórdico o incluso el Joyce de las autobiografías, pero también hemos de reconocer que las casi 3.600 páginas de Mi lucha, título a la vez irónico y literal, reconcilian con la verdadera literatura.

Compuesta por seis novelas (en España hemos podido leer las dos primeras, La muerte del padre y Un hombre enamorado, siempre en Anagrama), Mi lucha es una autobiografía, aunque definirla así quizá se quede corto. Mi lucha parte de la confianza de que la autobiografía dé nueva vida a la novela y, en un sentido más ajustado a la historia del propio Karl Ove, de la confianza de que el autor de dos libros extraños, uno de ellos sobre los ángeles, acercándose a la cuarentena y con una conciencia nítida del fracaso y del bloqueo, convierta su miseria cotidiana en gran literatura. Porque Mi lucha vive también de la paradoja de las mejores autobiografías: uno las escribe para ser aceptado como persona normal, pero sólo son leídas si los lectores valoramos la singularidad del autor y su escritura. Por eso podemos pensar que quizás éste es el género de ficción por excelencia: hay que inventarse un yo y dar cuenta de una vida en un tiempo en que, como escribió Walter Benjamin, la cotización de la experiencia se ha devaluado. Y sobre todo el escritor autobiográfico debe inventarse un lector, una comunidad y un orden para un mundo inestable.

En los libros de Knausgård no hay narcisismo ni búsqueda de la originalidad. Su grandeza es su voluntad de clasicismo, su querer ser casi útiles. El motor de su escritura es terapéutico, una liberación de los fantasmas familiares y sociales. Y en especial de un fantasma recurrente: los cuidados. La muerte del padre y Un hombre enamorado giraban en torno a la obligación de cuidar: al violento padre alcohólico en el primero y a los hijos en el segundo. En La isla de la infancia, quien debe ser cuidado es el narrador, el hijo pequeño.

En los libros de Knausgård no hay narcisismo ni búsqueda de la originalidad. Su grandeza es su voluntad de clasicismo, su querer ser casi útiles
Knausgård ha dejado para este tercer tomo el origen de la historia, los primeros años del niño Karl Ove con sus padres y su hermano mayor en una urbanización de la isla noruega de Tromøya. Y quizá por esto es el libro más clásico en su estructura. Sus célebres digresiones son más cortas aquí, atraídas por círculos concéntricos: la isla que es un colegio, la isla que es una urbanización, la isla que es una familia, la isla que es un niño. Su habitual estilo lento y demorado se vuelve más ligero en esta entrega, lo que puede convertirla en una buena introducción a la serie (Mi lucha rompe deliberadamente con lo cronológico). Es también el más apegado a las circunstancias: los años del baby boom y de la revolución silenciosa de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, un mundo técnico en el que, no sólo para el niño, “todo sucedía por primera vez”.

Esta entrega responde con mayor claridad que las anteriores a la estructura de la novela de aprendizaje. El narrador pretende dar sentido a su vida, pero cualquier intento es insuficiente (y lo “insuficiente” es la matriz de la novela de aprendizaje, por citar de nuevo a Benjamin). A esta inesencialidad del narrador responden los brillantes momentos reflexivos. Por ejemplo, la crítica del nombre propio: “¿No es, en realidad, increíble que un solo nombre contenga todo esto? ¿Que contenga el feto en el vientre, el bebé en el cambiador, el cuarentón detrás del ordenador, el anciano en el sillón, el cadáver sobre la mesa? ¿No sería más natural operar con distintos nombres, ya que la identidad y el concepto de uno mismo varían tantísimo?”. O la imposibilidad de retratar a la madre a pesar de que “ella me salvó, porque si no hubiera estado allí, yo me habría criado solo con mi padre, entonces me habría suicidado antes o después.”

Knausgård ha dejado para este tercer tomo el origen de la historia, los primeros años del niño Karl Ove con sus padres y su hermano mayor
Porque el padre es la gran figura (negativa) de la obra (de la vida) de Knausgård y, singularmente, de La isla de la infancia. No es difícil relacionar la soledad del niño maltratado por un padre que parece salido del Antiguo Testamento con clásicos de la novela de aprendizaje como Anton Reiser, de Karl Philipp Moritz. Y es que podemos coquetear con la idea de que Knausgård es un escritor moderno o casi posmoderno (y buena parte de la crítica anglosajona define su estilo como “maximalista”, “realista histérico” o incluso, erróneamente, desordenado y pasional), pero su lugar está en el de la gran novela de formación de raíz protestante, si bien adaptada al siglo XXI. Su estilo detallista es cualquier cosa menos desordenado. Responde a una lógica ascendente y prepara con paciencia el terreno al deslumbramiento. Nunca decepciona.

1430909567_274105_1430919604_noticia_normal

La isla de la infancia comienza cuando el narrador, aprendiendo a nadar, se hunde y descubre que el mundo es superficie, es decir, inestable. Es un exhaustivo tratado del miedo. Sobre todo del miedo al padre, pero también del miedo a caer, del miedo al ri­dículo y a la incomprensión. Del miedo como motor de la escritura: quien escribe de sí mismo siempre lo hace desde el miedo. Parte del miedo para llegar a la celebración del mundo. Por eso es difícil resumir todas las claves de un libro tan lleno de vida: la huida, el amor, el descubrimiento de la literatura, la música, la extrañeza ante el cuerpo, la envidia. Un libro memorable.

La isla de la infancia. Karl Ove Knausgård. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Anagrama. Barcelona, 2015. 498 páginas. 22,90 euros.

Exclusive interview with Karl Ove Knausgaard – Newsnight

Un apocalipsis ininterrumpido: «Clipperton» de Pablo Raphael

A Pablo Raphael le tomó 10 años escribir la historia de una isla que ha provocado pasiones inexplicables. Clipperton es hasta ahora su novela más ambiciosa.

la-langosta-literaria-recomienda-clipperton-de-pablo-raphael-1-638

 

Esta nota podría comenzar así, con el final de la entrevista, con un escritor que asegura que “no tiene chiste cometer el crimen perfecto”. Pablo Raphael habla de su más reciente novela: Clipperton (Literatura Random House, 2014), producto de 10 años de investigar la isla que lleva este nombre, pasando por manuscritos, hallazgos, reescrituras, abandonos e intentos que no llegaban a buen puerto. Si quisiéramos sintetizar la historia de la escritura de Clipperton, esta declaración sería quizá la mejor manera de hacerlo. Pero no hay resumen que le haga justicia a un viaje; así que como en toda travesía, será mejor comenzar por el principio.

Pablo Raphael conoció la historia de Clipperton a principios de la década pasada. Una isla situada a unos 1 100 km de la costa de Michoacán que por siglos ha sido objeto de ambiciones de naciones enteras. En ese entonces faltaban siete años para que los cuentos de Agenda del suicidio le merecieran el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen y un tiempo similar para que La fábrica del lenguaje, S.A. y su primera novela, Armadura para un hombre solo, terminaran de mostrar su inclinación por “rellenar con literatura los poros abiertos de la Historia”.

Raphael estaba ante la historia de esta isla que a principios del siglo XVIII le sirvió al pirata John Clipperton como hipotético escondite de tesoros; que luego fue anexada a Francia como parte de Tahití, y más tarde reclamada por el gobierno mexicano y codiciada por el norteamericano; una isla sin agua potable ni comida, infestada de ratas y cangrejos, a la que los hombres iban a morir, conducidos por la sed de poder, el dinero, la lujuria o, como en el caso de Raphael, la mera aventura.

“Quedé prendado y pensé en escribir una novela sobre la isla. Descubrí que se había escrito muchísimo sobre Clipperton, y me vi frente a dos opciones: desistir o asumir la existencia de los trabajos previos”, dice el autor. Durante ocho años, Raphael leyó los textos que hicieron al respecto autores como Francisco L. Urquizo y Ana García Bergua, entre otros. La cantidad de material se le salió de las manos. A principios de 2012 se embarcó a la isla con la expedición The Clipperton Project. El viaje fue producto de lo que hoy Raphael define como “un veneno que me mordió”; visitó la isla fantasma que 500 mapas sitúan en latitudes distintas.

Hoy, en 2015, Raphael observa la portada del libro (un montón de sillas quemándose mientras caen al agua) y lo define así: “Fui de la isla imaginada a la isla real. El viaje puso en duda muchas cosas; la idea de la originalidad, por ejemplo. El descubrimiento último fue quizá reconocer que la literatura no está en el tema sino en la escritura. En mi caso, el ejercicio fue desgranar la isla y volverla un museo, hacer una especie de manual para meterse en sus entrañas, pero también a las del oficio de escribir”.

Clipperton es un recuento de las historias de los muchos que en la isla han intentado saciar sus ambiciones. Para contar estas historias, Raphael utilizó a Dios como narrador principal, uno que espera su juicio encerrado aquí, y que narra esta novela a modo de defensa ante un jurado. El resultado es una taxonomía, un “museo de fracasos”; capítulos que se trazan como bocetos, que se repiten y corrigen más adelante, para llegar al fondo: “entender que la idea de originalidad es muy peligrosa y que el gran placer de la literatura está en copiar, y la imitación produce creación, placer y aprendizaje”.

Raphael confiesa que dentro de las muchas fechas que aparecen aquí, hay una que es aberrante, y espera que algún lector la encuentre. La puso a propósito porque “no tiene chiste cometer el crimen perfecto”, sobre todo en la literatura que abreva de intentos fallidos y de repeticiones a la deriva.

¿Quien es Pablo Raphael?

Pablo Raphael nació en Ciudad de México en 1970 y es autor de las ficciones de Agenda del suicidio y Armadura para un hombre solo, además de crítico, por lo que la suya no es en absoluto una mirada distante sobre su objeto de estudio; por su propio carácter, tampoco una objetiva (cualquier cosa que esto sea), pero el ejercicio que propone se ve beneficiado por la particular naturaleza de su situación: por una parte, el escritor mexicano se sabe partícipe de la escena literaria de su país y, por lo tanto, de la hispanoamericana; por el otro, admite las contradicciones de esa escena, caracterizada por el desinterés de buena parte de sus miembros por los efectos políticos de sus obras, su individualismo, el carácter adversativo de la mayor parte de los intercambios entre sus integrantes, el entusiasmo por los neologismos y el pensamiento de baja intensidad, el desdén por la tradición literaria y la aceptación acrítica de las reglas del mercado literario. Como afirma, «la mía se trata de una generación que apenas se lee y que se insulta muchísimo» y que ha dado paso al surgimiento de tres figuras: «los directores de marketing convertidos en autores, los escritores sin obra que hacen política ‘literaria’ y los burócratas culturales fascinados con la administración de las becas, las fotos de cóctel, los bicentenarios y las exposiciones que organiza el Estado».

pablo_raphael_armadura-movil

 

Entrevista a Pablo Raphael
Revista Leemas de Gandhi

Roberto Arlt, el padre de la literatura urbana argentina

Roberto Godofredo Christophersen Arlt nació en Buenos Aires el 2 de abril de 1900. Era hijo de Karl Arlt y Ekatherine Iostraibitzer. Su infancia transcurrió en el barrio porteño de Flores. A los nueve años de edad fue expulsado de la escuela primaria. Fue un niño de carácter nervioso, la lo que no ayudó la ecuación rigurosa y disciplinada que su padre le brindó.
Ya de adolescente Roberto Arlt descubrió el esperanto y comenzó a frecuentar la biblioteca anarquista de su barrio. Se fue de casa a los diecisiete años y sobrevivió realizando toda suerte de oficios: pintor de brocha gorda, ayudante en una librería, aprendiz de hojalatero, peón en una fábrica de ladrillos y estudiante fracasado de la Escuela de Mecánica de la Armada, pero ya en 1920 publicó Las ciencias ocultas Buenos Aires y en 1922, se inició en el periodismo escribiendo en el periódico Patria, que pertenecía a la Liga Patriótica Argentina, organización paramilitar, católica y ultraderechista, por lo que duró poco su colaboración.
Más adelante escribiría para Izquierda, Extrema Izquierda y Ultima Hora. En 1926 apareció publicada su primera novela, El juguete rabioso. Comenzó en esta época a escribir en la revista Mundo Argentino. Dos años después ya era redactor de los diarios El Mundo, Crítica y La Nación.
En 1929 la editorial Claridad publica su segunda novela, Los siete locos. Sus cuentos se publican en El Hogar, Metrópolis, Azul, mientras sus aguafuertes ya son famosas y esperadas. En 1930 se vincula con la Liga Antiimperialista contra Uriburu, también firmará el manifiesto por la creación de un sindicato de escritores revolucionarios. En 1931 aparece Los lanzallamas, segunda y última parte de Los siete locos. Un año después aparece su última novela, El amor brujo, y empezó a sentirse interesado por el teatro. Estrenó su obra 300 millones.
Al mismo tiempo de su actividad como escritor, Arlt buscó constantemente hacerse rico como inventor, con singular fracaso. Formó una sociedad, ARNA (por Arlt y Naccaratti) y con el poco dinero que el actor Pascual Naccaratti pudo aportar instaló un pequeño laboratorio químico en Lanús. Llegó incluso a patentar unas medias reforzadas con caucho, que no llegaron a ser comercializadas.
También se publicaron sus Aguafuertes porteñas y tras su viaje a España, dos meses antes del inicio de a sublevación, publicó en 1936 las Aguafuertes españolas.

crigori1
Murió el 26 de julio de 1942 en Buenos Aires, a causa de un infarto.
En sus relatos se describe de modo descarnado e intenso las bajezas y grandezas de personajes inmersos en ambientes indolentes. De este modo retrata la otra Argentina, no la de las clases bienpensantes sino la de los recién llegados, la de los inmigrantes que intentaron insertarse en un medio regido por la desigualdad y la opresión. Esto le costó el desprecio de la elite cultural de su época que además lo acusó de escribir de un modo «descuidado». Su capítulo más recordado es el de las diferencias reales o aparentes que enfrentaron a los grupos de Florida y Boedo. Aunque mantuvo relaciones con los escritores adscritos al primero (por algún tiempo fue secretario de Ricardo Güiraldes, a quien dedicó El juguete rabioso, y colaboró en la revista Proa), Arlt no dejó de sufrir el desdén de los martinfierristas, representantes de un arte minoritario y europeizado, jóvenes cultos que parecían detentar los derechos a la tradición literaria y a la renovación.
Sin embargo, la obra de Arlt respira una vitalidad poca veces igualada en la literatura argentina del siglo XX y detrás de sus incorrecciones se asoma la gestación de la nueva realidad social de su país. En los años subsiguientes a su muerte ganó el merecido reconocimiento de la crítica, Cortázar fue el primer autor en reivindicar abiertamente su obra, y actualmente es considerado como el primer autor moderno de la República Argentina.
BIBLIOGRAFÍA

Narrativa:

El diario de un morfinómano (1920)
El juguete rabioso (1926)
Los siete locos (1929)
Los lanzallamas (1931)
El Amor brujo (1932)
Aguafuertes porteñas (1933)
El jorobadito (1933)
Aguafuertes españolas (1936)
El criador de gorilas (1941)
Nuevas aguafuertes españolas (1960)
Las Fieras

Teatro:

El humillado (1930)
300 millones (1932)
Prueba de amor (1932)
Escenas de un grotesco (1934)
Saverio el Cruel (1936)
El fabricante de fantasmas (1936)
La isla desierta (1937)
Separación feroz (1938)
África (1938)
La fiesta del hierro (1940)
El desierto entra a la ciudad (1952)
La cabeza separada del tronco (1964)
El amor brujo (1971)

 

Claves de lectura – Roberto Arlt (novelista)

 

Clarice Lispector una escritora que trascendió el lenguaje

Clarice Lispector nació el 10 de diciembre de 1920 en el pequeño pueblo de Tchetchelnik, Ucrania, por pura casualidad ya que la familia se encontraba en medio del viaje que los llevaría a Brasil. Llegó a Brasil con dos meses y la familia se instaló en Recife. Su madre, que era paralítica, murió cuando ella tenía diez años, sin embargo Clarice recordaba una infancia feliz en la que apenas se dio cuenta de la precariedad económica en la que se encontraban. En plena adolescencia, en 1935, se mudó a Rio de Janeiro con su padre y su hermana. Estudió Derecho y empezó a colaborar con algunos periódicos y revistas. A los veintiún años publicó Cerca del corazón salvaje, una novela ya de plena madurez, que había escrito a los diecisiete años. En la Facultad conoció al que sería su esposo, el diplomático Maury Gurgel Valente, por la profesión de este residieron en Milán, Londres, París y Berna donde nació su hijo Paulo. De vuelta a Río, en 1949, Clarice Lispector retomó su actividad periodística, firmando con el seudónimo Tereza Quadros una columna en la revista Comicio. Publicó cuentos en la revista Senhor y firmaba una columna femenina en el diario Correio da Manhâ con el pseudónimo Helen Palmer. Tuvo también una página femenina diaria en el Diário da Noite, que salía firmada por la actriz Ilka Soares. En septiembre de 1952 volvía a dejar Brasil, desplazándose con el marido a Washington, DC, donde permanecieron ocho años. En febrero de 1953 dio la luz a su segundo hijo, Pedro. Se separó de su marido en 1959 y regreso a Rio, donde volvió a sus colaboraciones en periódicos y revistas, y publicó su primer libro de cuentos Lazos de familia. Fue este un fecundo periodo ya que en 1961 apareció Una manzana en la oscuridad y en 1963 La pasión según G.H., su obra más emblemática.

Un incendio fortuito por una colilla mal apagada en su dormitorio en 1966 le provocó quemaduras y graves secuelas y la sumió en profundas depresiones. En esta época realizaba una crónica semanal para el Jornal do Brasil y colaboró con la revista Manchete realizando entrevistas con artistas e intelectuales.

Murió en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977 a los 56 años, víctima de un cáncer de ovarios, algunos meses después de publicarse su última novela La hora de la estrella.

Clarice Lispector es ya considerada una de las escritoras más importantes del siglo XX. Fue una precursora que utilizó el flujo de conciencia en sus primeros escritos mucho antes de haber leído a Wolf y Joyce, entroncó con el existencialismo pero invirtiéndolo y llenándolo de una vida primigenia que estaba exenta en los textos de Sastre, y ahondó en un estilo de una sequedad fértil y luminosa y profundamente personal.

Clarice-Lispector_1_118

 

La extrañeza de su obra
Como explica su traductora, Elena Losada, «cuando uno se acerca a uno de sus textos produce una extrañeza parecida a la que provocan Kafka o Pessoa». De hecho, Lispector llegó a reconocer que utilizaba «la palabra como cebo para captar la entrelínea, algo que está más allá del lenguaje». La de la escritora es «una manera diferente de mirar la realidad, sin estereotipos, un poco como hacen los niños». Virtuosa de la oscuridad, para ella «no hay cosas insignificantes, lo más banal puede desencadenar la epifanía», explica la traductora.

Según su hijo, «escribió por delante de su propia época, por eso hoy está presente»
Y es que, como reconoce el hijo de Clarice Lispector, Paulo Gurgel Valente, «escribió muy por delante de su propia época, por eso hoy la tenemos presente igual que ayer, gracias también a su legado». Gurgel Valente (hijo de la escritora y el diplomático Maury Gurgel Valente) asegura, por ello, que la celebración de «La hora de Clarice» es «un momento para reflexionar, leer y comentar su obra, ya que sus admiradores confluyen en su lenguaje universal»

«Clarice estaba dotada de una sensibilidad poco común para el mundo y las personas corrientes, con una visión que cada día que pasa atrae a más personas gracias a internet y los libros electrónicos», cuenta su hijo vía e-mail. Gurgel Valente describe a Lispector como una madre «muy natural» que «escribía en casa con los chicos alrededor, cuidándolos y educándolos» y solo eran conscientes de su notoriedad «cuando teníamos periodistas en casa» (se convirtió en un icono nacional, su rostro aparecía en los sellos y el cantante Cazuza reconoció haber leído «Agua viva» en 111 ocasiones).

Hoy en día, la vigencia de la escritora brasileña es tal que la editorial Siruela acaba de lanzar la Biblioteca Clarice Lispector, una nueva colección que reúne toda la obra de la autora. Los dos primeros títulos, «La pasión según G.H». y «Cuentos reunidos», ya están a la venta. A principios de 2014 se publicará «Agua viva» y más adelante se irán reeditando todas las obras claves de la autora.

En palabras de la editora Ofelia Grande, Clarice Lispector «empezó a escribir de una forma muy diferente a como se había escrito hasta el momento, con una forma distinta de transmitir la realidad, nada costumbrista, caracterizada por la innovación en la forma de narrar». «Sé un montón de cosas que nunca he visto», llegó a decir.

LA FELICIDAD CLANDESTINA

(cuento)

Clarice Lispector (Ucrania-Brasil, 1920-1977)

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuera suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un papá dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos; incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad en donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísimas palabras como “fecha natalicia” y “recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviera al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el transcurso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a adivinar, es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: “Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña”. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: “¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!”.
Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: “Vas a prestar ahora mismo ese libro”. Y a mí: “Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras”. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubieran regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber en dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.

portadaclaricefahrenheit

 
Felicidade clandestina, 1971.
Cuentos reunidos, trad. Marcelo Cohen, Madrid, Alfaguara, 2002, págs. 253-256.

 

BIBLIOGRAFÍA

Perto do Coração Selvagem (1944)
O Lustre (1946)
A Cidade Sitiada (1949)
Alguns Contos (1952)
Laços de Família (1960)
A Maçã no Escuro (1961)
A Legião Estrangeira (1964)
A Paixão segundo G.H. (1964)
O Mistério do Coelho Pensante (1967)
A mulher que matou os peixes (1968)
Uma Aprendizagem ou O Livro dos Prazeres (1969)
Felicidade Clandestina (1971)
A imitação da rosa (1973)
Água Viva (1973)
A Vida Íntima de Laura (1974)
A Via-crucis do Corpo (1974)
Onde estivestes de Noite (1974)
A hora da Estrela (1977)
Para não Esquecer (1978)
Quase de Verdade (1978)
Um Sopro de Vida (1978)
A Bela e a Fera (1979)
A Descoberta do Mundo (1984)
Como Nasceram as Estrelas (1987)
Cartas perto do Coração (2001)
Correspondências (2002)

Etgar Keret y la capacidad transformadora de la literatura

Vivir en Israel es vivir en el epicentro de la tensión. Un pequeño país rodeado por otros que lo quieren borrar del mapa y cuyos habitantes arrastran la memoria dramática del holocausto. Es difícil escribir allí sin ponerse serio. Pero Etgar Keret (Tel Aviv, 1967) se lo ha propuesto y lo está consiguiendo, para júbilo de los adolescentes israelíes, que le siguen en masa. Sus relatos (y sus cómic, y sus películas, y su novela; estamos ante un narrador con distintos pulsos creativos) entreveran el humor negro, el absurdo y la ironía. Es otra manera de reflejar una realidad tan cargada de violencia, prejuicios y odios perpetuos.

keret--644x362

«A mí me gusta decir que mis historias transcurren en ese periodo que va entre que te levantas y te desperezas, maldices tu suerte por tener que ir a trabajar, te das una ducha, te pones el café sobre la mesa y abres los periódicos», explica a El Cultural Keret, de visita por España para dar impulso con su presencia a su último libro publicado aquí: la colección de relatos De repente llaman a la puerta (Siruela). «Es en ese momento, cuando un israelí empieza a leer los titulares y ver las fotografías, cuando se da cuenta de nuevo que vive en un lugar duro». Lo que deja claro la obra de Keret, en cualquier caso, es que sus compatriotas no están las 24 horas del día obsesionados por el conflicto histórico con Palestina. «Yo lo pongo siempre de fondo. Delante están los personajes con su enredos íntimos». Amores, desamores; el sexo que funciona y el que no fluye; las relaciones paternofiliares y sus infinitos ángulos; las vocaciones vitales (como la escritura) que cuajan o no… Esas cosas.

En el caso de Keret su deseo de escribir no encontró un faro hasta que se topó con Kafka. «De joven, en la escuela, leíamos a los autores tradicionales israelíes. En ellos siempre se da un tono profético. Hablan desde una especie de altura moral y de sabiduría respecto al lector. Es algo muy de la cultura hebrea, que viene de los textos sagrados. Pero yo no sentía que tuviera esa autoridad y por tanto creía que no era un tipo válido para la literatura». El autor de Pizzería Kamikaze y La chica sobre la nevera se refiere (así lo reconoce explícitamente) a escritores como Amos Oz y David Grossman. Él habita lejos de su solemnidad. Bajito, medio despeinado, informalmente vestido (camiseta negra de manga larga y vaqueros) y sonriente la mayor parte del tiempo. Hay algo en él que recuerda a otro judío de renombre: Woody Allen. Aunque Keret no parece tomarse a sí mismo tan en serio.

Resulta llamativa y a la vez aleccionadora la incapacidad para la trascendencia de Keret. En su pasado familiar están grabado a fuego el trauma del Holocausto. Sus padres son de origen polaco y sobrevivieron a la locura asesina de los nazis. Por Alemania, claro, no siente una especial simpatía. De esa circunstancia, curiosamente, le viene su pasión por el Barcelona. En la final del mundial del 74, disputada por Alemania y Holanda, en su casa estaban todos estaban con la Naranja Mecánica, comandada por el talentoso Cruyff. Aunque perdieron, Keret se encaprichó del jugador holandés y se hizo entonces seguidor del Barça. Ha gozado las últimas temporadas lo infinito con su equipo. Y hoy, justo antes de empezar la entrevista, le han llamado de la embajada israelí para confirmarle que tiene ya un hueco en el Bernabéu para ver la ida de la semifinal de Copa entre Real Madrid y Barcelona. Regresa con la ilusión de un niño brillándole en los ojos, pero también una preocupación: «Voy a ir con el embajador y no tengo nada decente que ponerme». Otra anécdota que podrá convertir en un relato.

Aunque anécdotas y experiencias paradójicas no le faltan a Keret precisamente. Toda la conversación la salpimenta con ellas. Y son bien ilustrativas de la contradictoria cotidianidad en que se halla inmerso. Su propia familia es la fuente más rica en este terreno: «Mi padre es más bien un hombre de derechas. Luchó en el Irgun para expulsar a los británicos de Palestina. Él se ocupaba de comprar armas a la mafia italiana. Tengo un hermano que es un anarquista, activista en iniciativas como la legalización de la marihuana. Otra hermana es una ultraortodoxa, colona en su día». A pesar de esas diferencias, tan marcadas, la sangre nunca llega al río cuando se reúnen en la misma mesa. «Yo [Keret se define como un liberal de izquierdas] intento comprenderles a todos. Siempre he hecho ese esfuerzo, incluso antes de que fuera escritor. Incluso cuando alguien me está gritando histérico intento comprender sus razones. Lo que no significa que las comparta».

Su mujer también tiene lo suyo: «Un día vio entrar a un árabe en un café con una gabardina. Parecía que llevaba un bulto. Se tiró corriendo bajo la mesa. Cuando se quitó el abrigo, simplemente vimos que era un árabe gordo. Me sentí muy avergonzado. Luego ella me pidió que fuera a pedirle disculpas. Le expliqué que ella había tenido un mal día, que estaba muy nerviosa… Me contestó que entonces lo suyo no era grave, que el problema lo tenía él, que sería un árabe gordo todo el invierno». Si simplificamos el análisis, podríamos pensar que su mujer tiene una fobia hacia los palestinos. Pero nada más lejos de la realidad: «Ella va con un grupo de mujeres a los controles fronterizos para vigilar que los policías no maltraten a los palestinos que entran en Israel».

Ese enredo («Israel es como el programa Gran Hermano, gente muy distinta obligada a convivir en un pequeño espacio») es el que inspira a Keret. Un escritor con él mérito de quitarle hierro al enfrentamiento más enconado de la historia de la humanidad, que muchos utilizan como excusa para lanzar guerras santas. Keret es un eficaz antídoto para desactivar sus solemnes mensajes de histeria.

Etgar Keret y la capacidad transformadora de la literatura

Fragmento de la entrevista realizada a Etgar Keret, autor de «Los siete años de abundancia». Keret nos relata cómo fueron sus inicios en el mundo de la escritura, y reflexiona sobre la capacidad transformadora de los libros.

 

 

Günter Grass el gran escritor alemán del S.XX

Fue el escritor alemán más popular y polémico. El griterío mediático sobre sus posturas políticas casi tapó su vasta obra

Era el escritor alemán más popular y más polémico a la vez. Al final el griterío mediático sobre sus posturas políticas casi tapó la vasta obra literaria, leída igualmente por colegiales y catedráticos.

1. El golpe genial del tambor.

Por muy prolífico que fuera como escritor (medio centenar de títulos entre poesía, teatro, ensayo, memorias y narrativa), la obra de Grass que todavía se leerá dentro de 200 años será El tambor de hojalata. El realismo mágico de la truculenta autobiografía de Oscar Matzerath -el pícaro enano que narra su carrera de tamborilero en el Tercer Reich y en la posguerra desde la celda de un psiquiátrico-, es capaz de trascender las fronteras y épocas. García Márquez se inspiró en su estilo para Cien años de soledad, pero también Paul Celan (por cierto, el primer lector de la novela), Salman Rushdi o Nadine Gordimer se declararon lectores fervorosos de sus cerca de 800 páginas, que hasta ahora se tradujeron a más de 50 lenguas. Contar la historia alemana de la primera mitad del siglo XX en clave de humor ya de por sí constituyó una proeza; Grass se inspiró en la novela picaresca, en el Simplicius Simplicissimus, y consiguió romper el maléfico hechizo del pasado que tenía presa la sociedad alemana de posguerra.

2. El animal político

Nunca se podrá destacar demasiado la importancia de Grass para el devenir democrático de la joven República Federal Alemana. Quien quiere convencerse de la brillantez y del apasionamiento de su oratoria, de la firmeza de su compromiso político, que lea sus “Artículos y opiniones”, recopilados en la ejemplar edición de la Obra ensayística completa de Galaxia Gutenberg.

3. Origen polaco

El hecho de haberse criado en Gdansk no sólo llamó la atención de sus lectores sobre el pasado de esta región de Polonia (ahora visitada por turistas literarios de todo el mundo), sino que contribuyó también al acercamiento de ambos países. Pues Grass usó desde los años sesenta, en plena Guerra Fría, su fama internacional, para promover todo tipo de encuentros con escritores, disidentes y políticos de la nación vecina.

4. El machista feminista

El segundo polo de fuerza de la que se nutría la narrativa de Grass, después del opulento barroquismo de la novela picaresca, eran los cuentos de los hermanos Grimm. Si el modelo del tamborilero era pulgarcito, para su segundo intento de escribir una gran epopeya, El rodaballo, partió del cuento de pescador y su mujer. En esta sabrosa antropología de la pareja a través de tres milenios, se presentan nueve variaciones sobre los deseos de las mujeres. Grass, que en la vida no disimulaba mucho su lado machista, empezó inocentemente con un cuento de hadas y acabó escribiendo una revisión feminista de la historia humana, protagonizada por las más potentes féminas.

5. De la sensualidad y la seducción a través de platos sabrosos

La obra de Günter Grass, también la infravalorada poesía de los años cincuenta -Las ventajas de las gallinas de viento-, está poblada de todo tipo de animales comestibles y cocineras o cocineros, aparte de que en general rebosa de placeres sensuales. Abrir un libro suyo, incluso un relato tan serio como El encuentro en Telgte (tal vez su obra más redonda), significa entrar en un mundo de alegre sensualidad, pues no sólo de pan viven sus personajes y los platos de lo que se sirvió en su mesa vienen explicados siempre con todo lujo de detalles (recetas incluidas).

 

Günter Grass: Writing against the wall

«I realized it was through language, that I could define myself as a German.» Meet Nobel Prize laureate Günter Grass in this interview where he reflects on his life, literary work and political engagement.

 

¿Quién es Nélida Piñón?

(Vila Isabel, 1937) Nélida Piñon, figura destacada de las letras latinoamericanas contemporáneas. Su obra, caracterizada por el rigor, representa un diálogo inteligente entre las diversas tradiciones que conviven en el cuerpo cultural latinoamericano.

Nélida Piñon nació el 3 de mayo de 1937 en Vila Isabel, Río de Janeiro, hija del comerciante Lino Piñon Muiños (Piñón Muñoz) y de Olivia Cuiñas Piñon, de origen español. Desde muy pequeña se sintió atraída por el mundo de las letras. “Comencé a escribir siendo aún una niña, leyendo los libros que me daban, inventando los que no tenía a mano […] Con ocho años me proclamé escritora. No sé, sin embargo, en qué instante, y de qué abrigo, salió más tarde esta otra escritora que soy hoy, que aspira a abarcar los seres y los enigmas.”

Cuando contaba diez años de edad viajó a la región española de Galicia, tierra natal de sus padres, donde permaneció por espacio de dos años. Esa vivencia resultaría fundamental para la futura escritora, en cuyas obras se revela el amor por sus dos patrias: Galicia y Brasil. Se formó en periodismo en la Facultad de Filosofía de la Universidad Pontificia de Río de Janeiro y amplió sus estudios en la Universidad de Columbia (Nueva York).

12npi–on

Obra literaria

Piñon debutó en el circuito literario en 1961 con Guía-mapa de Gabriel Arcanjo, una novela sobre el pecado, el perdón y la relación de los mortales con Dios a través del diálogo entre el protagonista y su ángel de la guarda. A esta primera obra, que le dio renombre, le siguieron Madeira feta cruz, dos años más tarde y, a finales de la década, Fundador (1969), en la que una vez más apostaba por la renovación formal del lenguaje que ya dejara entrever en los títulos anteriores y que ponía en escena a personajes históricos y de ficción.

En la década de 1970, Piñon dio a la imprenta tres nuevos títulos, A casa da paixão (1972), sobre el deseo y la iniciación sexual, Tebas de mi corazón (1974) y La fuerza del destino (1977), pero fue en 1984 cuando vio la luz la que está considerada su obra cumbre: La república de los sueños. Inspirada en su visión de la emigración gallega a Brasil, la obra, que obtuvo el premio de la Asociación de Críticos de Arte de Brasil en 1985, es, en palabras de la propia autora, “una novela deliberada […] Yo sabía que para llegar a ella me tenía que preparar, y lo hice a lo largo de muchos años de mi vida. Era un proyecto grande que abarcaría dos continentes, 300 años, o más, porque hay aspectos en esa novela que llegan hasta el siglo XII”.

Después del éxito de ventas y de crítica de esta obra, Piñon publicó la novela de denuncia política Dulce canción de Cayetana (1987), una incursión al universo de una ciudad interior, Trinidade, en la época de la mentira del “milagro brasileño”. Posteriormente vio la luz El pan de cada día (1994), en la que dejaba de lado la moderna ficción con la que se había consagrado y emprendía una reflexión profunda sobre las inquietudes del hombre, y la novela juvenil A roda do vento (1996). En 2004, tras varios años de inactividad, presentó Voces del desierto.

En 2006 se graban diversos documentales sobre su figura y se estrena en teatro su obra A força do destino, escrita en 1977. En el año 2007, recibe un Homenaje en la XXII Edición de la Semana del Autor por La Casa de América y la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI).
Conocida por su labor como activista contra el régimen militar de Brasil y defensora de los derechos humanos y de la mujer. Durante toda su carrera, su actividad diaria se ve compaginada con su labor como escritora visitante y conferenciante en diversas universidades de todo el mundo.
Sus últimos libros son: Aprendiz de Homero (2008) y Coração andarilho (2009).

Su último libro: Las horas (2012)

portada-libro-de-horas_grande

Que el lector prepare para el viaje remos firmes y, sobre todo, brújula y timón. Estas aguas aparentemente plácidas ocultan las grutas profundas y las turbulencias interiores de una de las más importantes escritoras brasileñas. Nélida Piñon alterna paisajes míticos e históricos, erige puentes etéreos entre el pasado y el presente, y nos invita a conocer las inquietudes más recónditas de su alma, líricamente impetuosa.

La línea de la vida oculta muchos secretos, pero su trazado es una experiencia que sólo se completa viviendo. En este Libro de horas, Nélida Piñon une, de manera generosa y emocionada, su magistral capacidad de contar historias y su más valioso patrimonio: la memoria.
«Literatura de primerísima calidad. La dimensión amazónica de la imaginación de Nélida Piñon eleva a la autora a la categoría de genio.»
Publishers Weekly

«Nélida Piñon aparece, de forma indiscutible, como una de las protagonistas más relevantes y originales de la cultura brasileña, sin dudar jamás en participar en todas las formas de lucha.»
Le Monde

«La magia de Nélida Piñon consiste en unir imaginación y compasión, para dar a sus personajes y sus lectores «una piel con la misma temperatura que la de ellos».»
Carlos Fuentes

 

¿Qué hay en la bolsa de… Enrique Serna?

Enrique Serna es un reconocido escritor mexicano que ha publicado obras como “Señorita México”, “Uno soñaba que era rey” y “El seductor de la patria”, novela por la cual recibió el Premio Mazatlán de Literatura en el año 2000. “La doble vida de Jesús”, su trabajo más reciente, además de ácido, sarcástico y divertido, muestra el nivel de descomposición político, económico y social que México ha alcanzado debido a la inseguridad y el narcotráfico.

En días pasados, invitamos al narrador y ensayista a la librería Gandhi Mauricio Achar, en Miguel Ángel de Quevedo, y lo seguimos con la cámara para ver qué libros llenaban su bolsa. Y esto fue lo que Enrique Serna eligió para ¿Qué hay en la bolsa de…?

La Bolsa:

“Matemáticas avanzadas para ingeniería”, Peter V. O´Neil
“L´ignorance”, Milan Kundera
“Villa Triste”, Patrick Modiano
“Remise de peine”, Patrick Modiano
“La Reine Margot”, Alexandre Dumas
“El arte de la mentira política”, Jonathan Swift
“Instrucciones a los sirvientes”, Jonathan Swift

 

Sólo por compartir…

En este mes he cumplido cuatro años de haber obtenido mi ciudadania Canadiense y el mes pasado celebré una década de mi exilio voluntario de México. Y como cada año estos eventos que han marcado mi vida me llevan siempre a hacer un balance. Recuerdo con nostalgia y con precisa nitidez mi salida de mi terruño ese 29 de abril del 2005 lo puedo describir a pesar de los años con mucha claridad, aunque lo resumiré en una cuantas líneas para no aburrirlos. Mi madre me acompañó de Cuernavaca al aeropuerto de la ciudad de México, tenía tres meses de embarazo y las náuseas me jugaron una mala pasada durante el trayecto. Reprimiendo sus lágrimas mi madre (no en mi caso) me dio su bendición y me deseó suerte en mi nueva aventura. Y a 3,736 kilómetros de distancia me esperaba ansioso en Montreal mi ahora esposo. Así partí en compañía de mi bebé y un par de maletas, con la incertidumbre de lo que me esperaba después de cruzar el umbral. El recibimiento de estas tierras frías fue poco acogedor: inmigración en cuanto vio que mi boleto no tenía fecha de regreso se puso sobre mis espaldas, y peor cuando supo por la llamada telefónica que le hicieron a mi entonces novio que estaba en estado de gravidez. Me dieron un mes para obtener un permiso que me permitiera quedarme seis meses al igual que una visa de turistas. Desde ahí comenzó un periplo tortuoso de trámites engorrosos, exámenes y demás papeleos para obtener la residencia permanente. En resumen nos tomó dos años obtenerla incluyendo una demanda rechazada. En pocas líneas parece no gran cosa, pero las noches de desvelos, los momentos de zozobra, y los gastos que se salían del presupuesto nos quitaron la sonrisa por un buen tiempo. Al final de una larga batalla, la victoria fue nuestra y pude disfrutar de mi segundo embarazo sin el yugo opresor de inmigración y sin el miedo de que tuviese que regresar a mi país a continuar la demanda de residencia. La buena noticia llegó por conducto de nuestro agente especializado en inmigración Serge Samson, luego nos dijo que en tres años podría hacer la solicitud para la ciudadanía y así lo hicimos. El 4 de mayo del 2011 en una ceremonia solemne donde había unas quinientas personas entre los nuevos ciudadanos canadienses y sus familiares recibí el tan codiciado status. El calvario había terminado. Ese día celebramos con la familia de mi esposo y mis hijos por todo lo alto, el acontecimiento lo ameritaba. Durante algún tiempo me persiguió un conflicto de identidad, realice que ya no era 100% mexicana pero tampoco me sentía 100% canadiense. Los viajes a México me hacían sentir cada vez una extraña, el país cambiaba tanto al interior como al exterior, mi ciudad natal se transformaba y yo ya no estaba ahí para presenciar los cambios. Y con frecuencia en esas visitas extrañaba al país extranjero, me di cuenta que mi lugar ya no estaba ahí, que mi hogar había cambiado de dirección. Y por otro lado, tampoco terminaba de encajar en la nueva sociedad a la que ahora pertenezco. Me sentía como la india María ni de aquí ni de allá. Con los años terminé un curso de francisación que el gobierno ofrece aux nouveax arrivants y que completé con otro curso en la Universidad de Quebec. Eso me permitió salir de mi ostracismo involuntario y hacer una pequeña red de contactos y amistades en su mayoría inmigrantes de diferentes partes del mundo. Fue una experiencia enriquecedora y me ayudó a ver las grandes ventajas de vivir en Canadá. Poco a poco me fue interesando en su historia, en su vida política, social, deportiva y cultural. Mis hijos nacidos aquí me ayudaron a enraizarme de forma muy sutil. Y con el paso de los años le ido tomando cariño y respeto. Ahora me emocionó con sus triunfos y sufro con sus tropiezos. Por ejemplo, la semana pasada se celebró en Montreal la final de la concachampions entre el América y el impact de Montreal, mi esposo en un detallazo de su parte movió tierra y cielo para conseguir boletos y lo logró. Me dijo —Amor nada mejor que ir a una final de soccer entre un equipo de tu país y el mío— aunque él no es futbolero de vocación con el paso del tiempo al ver a nuestro hijo practicar el deporte rey con tanta pasión y amor éste se ha contagiado. Sin embargo, hace ya un tiempo que sigo la liga MLS por mi retoño y por ende he terminado siendo fan de los azules. El ambiente en el estadio olímpico fue increíble, el apoyo incondicional pese a que sabíamos que sería toda una epopeya ganarle al equipo visitante. La emoción del primer gol fue indescriptible, el júbilo y la esperanza de lograr la victoria puso al estadio de cabeza. Pero de igual forma, el primer gol americanista cayó como un balde de agua fría en la cabeza que lentamente nos devolvió a la realidad. Los de casa no ganaron pero nos divertimos y dejo ver que paulatinamente el fútbol de Canadá esta creciendo. En resumidas cuentas, ya no soy cien por ciento mexicana ni cien por ciento canadiense soy un híbrido que ha tomado lo mejor de su país de origen y lo mejor de su nueva patria. Y me siento sumamente orgullosa de esta singular metamorfosis.

IMG_0469

 

Lorena Lacaille
Longueuil, Mayo 5, 2015.

Derechos de autor
Este artículo es de libre distribución siempre y cuando respetes el nombre del autor y no alteres la información.
© Lorena Lacaille, 2015.

En memoria de Paulina, Adolfo Bioy Casares,cuento

Mempo Giardinelli recoge en Así se escribe un cuento (Ediciones B, 1992) la entrevista que le hizo a Adolfo Bioy Casares en la casa de este, una mañana de domingo de 1989. Durante el transcurso de la entrevista, Giardinelli elogió “En memoria de Paulina” como el cuento que más le gustaba de todos los escritos por Bioy Casares.
Podríamos convenir que se trata de la típica ficción de Bioy Casares, con una propuesta a priori realista abocada finalmente a una resolución fantástica.
“En memoria de Paulina” es uno de los seis cuentos de La trama celeste, publicado en 1948.

Adolfo-Bioy-Casares
EN MEMORIA DE PAULINA
Adolfo Bioy Casares
(cuento)

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. “Nuestras” en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó –Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte–, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
–Vuelva mañana por la tarde–le dije–. Le presentaré a algunos.
Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
–Le seré franco–me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín–. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
–Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
–Es muy tarde. Me voy.
Montero intervino rápidamente:
–Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
–Yo también te acompañaré–respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:
–Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita. Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
–Estás cambiada.
–Si–respondió–. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
–Gracias–contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
–Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados.
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
–Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
–Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
–¿Quién?–pregunté.
En seguida temí–como si nada hubiera ocurrido–que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
–Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
–¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa Verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco.
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
–Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran–si no para mí, para un testigo imaginario–una intención desleal, agregó rápidamente:
–Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.
–Buscaré un taxímetro –dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
–Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo–seis meses por lo menos–yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:
–¿Tostado o blanco?
Le contesté, como siempre:
–Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.
Luego–ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve–Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación. Cuando me pidió que la tomara de la mano (“¡La mano!”, me dijo. “¡Ahora!”) me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia–que era el mundo entero surgiendo, nuevamente–como una pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
–Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: “Ha refrescado. Fue un simple chaparrón”. La calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara… De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo –Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado– y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. E1 rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.
¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde –Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo– y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. “Si no me duermo pronto”, pensé, “mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina”.
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
–¿Dónde vive Montero?–le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
–Montero está preso–contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
–¿Cómo? ¿Lo ignoras?
lmaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
–¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
Morgan se acordaba. Continué:
–Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
–Nada–contestó Morgan, con cierta vivacidad–. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
–¿Sabe que murió la señorita Paulina?
–¿Cómo no voy a saberlo?–respondió–. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
–¿Le ocurre algo?–dijo, acercándose mucho–. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: “Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación –una equivocación atroz– y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino”. Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: “Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano”. Luego me dije: “Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte”.
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando me pregunté –mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó–si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones–¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?–la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero++. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina –en la víspera de mi viaje– no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, por que Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano –en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas– obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.