Los 100 libros que nunca vas a poder leer…

Margaret Atwood y Katie PatersonAtwood tiene libertad de escribir el número de palabras que quiera sobre el tema que prefiera, pero el texto no debe circular ni publicarse hasta 2114.

Margaret Atwood, autora de «El asesino ciego», «Alias Grace» y «El cuento de la criada», está trabajando en una obra de ficción.

Para 2015, la obra estará terminada. Pero no podrás leerla. Tus hijos, con suerte, puede que sí.

«Creo que es algo que nos retrotrae a esa faceta de la infancia, cuando uno solía esconder pequeñas cosas en el jardín, con la esperanza de que alguien en el futuro las desenterrara y dijera: ‘¡Qué interesante este trozo de metal oxidado, esta bolsa de pelotitas! ¿Me pregunto quién las habrá dejado allí?’«

Margaret Atwood, escritora canadiense

Y es que el texto que está escribiendo esta escritora canadiense, ganadora del Premio Booker, uno de los galardones literarios más prestigiosos del mundo de habla inglesa, no verá la luz hasta dentro de 100 años.

No se trata exactamente de un capricho (o sí): el texto de Atwood es el primero de los 100 que formarán parte de «Biblioteca futura», un proyecto de la artista escocesa Katie Paterson que se propone crear una biblioteca con cien textos inéditos de escritores, científicos y filósofos de ésta y futuras generaciones que serán revelados en 2114.

¿Qué se siente al escribir un libro que nadie podrá leer mientras quien lo escribe está vivo?

«Creo que es algo que nos retrotrae a esa faceta de la infancia, cuando uno solía esconder pequeñas cosas en el jardín, con la esperanza de que alguien en el futuro las desenterrara y dijera: ‘¡Qué interesante este trozo de metal oxidado, esta bolsa de pelotitas! ¿Me pregunto quién las habrá dejado allí?'», dice Margaret Atwood, feliz al menos de poder evitarse «ese momento en que si las críticas son buenas, el crédito se lo lleva el editor y si son malas, es todo culpa de uno».

¿Latinoamericanos?

Cada año hasta 2114, una comisión de expertos literarios -en la que Paterson participará mientras viva- nominará a un autor para que escriba un texto.

Cada uno puede escribir lo que quiera, «el largo de la obra depende también de lo que decida el autor. Desde un cuento corto hasta una novela, en cualquier idioma y en cualquier contexto», explica Paterson.

«Lo único que les pedimos es que tenga que ver con tema del tiempo y la imaginación», añade.

Hay otra condición: el manuscrito debe ser entregado al cabo de un año desde que el autor recibió la invitación y no puede ser publicado ni circulado hasta su publicación en 2114.

«El largo de la obra depende también de lo que decida el autor. Desde un cuento corto hasta una novela, en cualquier idioma y en cualquier contexto«

Katie Paterson, creadora de «Biblioteca Futura»

¿Algún latinoamericano en la colección?

«Hay muchos grandes escritores de América Latina», le dice a BBC Mundo Anne Beate Hovind, directora artística de Bjørvika Utvikling, la organización noruega que comisionó el proyecto, «pero si tenemos en mente a alguno o no, no podría decir, vamos paso a paso. Todavía ni siquiera empezamos a buscar al escritor para el año próximo».

Un bosque con futuro literario

Al tiempo que va creciendo la «Bibliotecta futura», también lo van haciendo los árboles que aportarán el papel donde se imprimirán los textos.

Son mil, recién plantados en un bosque en las afueras de Oslo, y los manuscritos que deben esperar un siglo para su publicación permanecerán bajo custodia en una sala creada especialmente para este propósito en la Biblioteca Pública Deichmanske, en la capital, que será inaugurada en unos cuatro años.

Un proyecto de estas características supone una apuesta seria al futuro.

«En esencia, ‘Biblioteca Futura’ es un proyecto esperanzador, confía en que habrá un bosque, un libro y un lector dentro de cien años», señala Paterson.

«Sería genial leer los textos, pero al mismo tiempo es un honor pasarle un tesoro como éste a mis tataranietos«

Anne Beate Hovind, directora artística de Bjørvika Utvikling

Y aunque la idea de trabajar en un proyecto del cual uno no podrá ver sus frutos puede parecer frustrante, Anne Beate Hovind no lo ve así.

«Sería genial leer los textos, pero al mismo tiempo es un honor pasarle un tesoro como éste a mis tataranietos», le dice a BBC Mundo.

«Les contaré la increíble historia de esta idea y me aseguraré de que la transmitan. Esto me parece tan bueno como poder leer los libros en cien años».

Laura Plitt

BBC Mundo

 

REGRESO A BABILONIA (cuento)

REGRESO A BABILONIA

(cuento)

Francis Scott Fitzgerald

–¿Y dónde está el señor Campbell? –preguntó Charlie.

–Se ha ido a Suiza. El señor Campbell está muy enfermo, señor Wales.

–Lamento saberlo. ¿Y George Hardt? –preguntó Charlie.

–Ha vuelto a América, a trabajar.

–¿Y qué ha sido del Pájaro de las Nieves?

–Estuvo aquí la semana pasada. De todas maneras, su amigo, el señor Schaeffer, está en París.

Dos nombres conocidos entre la larga lista de hacía año y medio. Charlie garabateó una dirección en su agenda y arrancó la página.

–Si ve al señor Schaeffer, déle esto –dijo–. Es la dirección de mi cuñado. Todavía no tengo hotel.

La verdad es que no sentía demasiada decepción por encontrar París tan vacío. Pero el silencio en el bar del hotel Ritz resultaba extraño, portentoso. Ya no era un bar americano: Charlie lo encontraba demasiado encopetado; ya no se sentía allí como en su casa. El bar había vuelto a ser francés. Había notado el silencio desde el momento en que se apeó del taxi y vio al portero, que a aquellas horas solía estar inmerso en una actividad frenética, charlando con un chasseur junto a la puerta de servicio. En el pasillo sólo oyó una voz aburrida en los aseos de señoras, en otro tiempo tan ruidosos. Y cuando entró en el bar, recorrió los siete metros de alfombra verde con los ojos fijos, mirando al frente, según una vieja costumbre; y luego, con el pie firmemente apoyado en la base de la barra del bar, se volvió y examinó la sala, y sólo encontró en un rincón una mirada que abandonó un instante la lectura del periódico. Charlie preguntó por el jefe de camareros, Paul, que en los últimos días en que la Bolsa seguía subiendo iba al trabajo en un automóvil fuera de serie, fabricado por encargo, aunque lo dejaba, con el debido tacto, en una esquina cercana. Pero aquel día Paul estaba en su casa de campo, y fue Alix el que le dio toda la información.

–Bueno, ya está bien –dijo Charlie–, voy a tomarme las cosas con calma.

Alix lo felicitó:

–Hace un par de años iba a toda velocidad.

–Todavía aguanto perfectamente –aseguró Charlie–. Llevo aguantando un año y medio.

–¿Qué le parece la situación en Estados Unidos?

—Llevo meses sin ir a América. Tengo negocios en Praga, donde represento a un par de firmas. Allí no me conocen.

Alix sonrió.

–¿Recuerda la noche de la despedida de soltero de George Hardt? –dijo Charlie—. Por cierto, ¿qué ha sido de Claude Fessenden?

Alix bajó la voz, confidencial:

–Está en París, pero ya no viene por aquí. Paul no se lo permite. Ha acumulado una deuda de treinta mil francos, cargando en su cuenta todas las bebidas y comidas y, casi a diario, también las cenas de más de un año. Y cuando Paul le pidió por fin que pagara, le dio un cheque sin fondos.

Alix movió la cabeza con aire triste.

–No lo entiendo; era un verdadero dandy. Y ahora está hinchado, abotargado… –Dibujó con las manos una gorda manzana.

Charlie observó a un estridente grupo de homosexuales que se sentaban en un rincón.

“Nada les afecta”, pensó. “Las acciones suben y bajan, la gente haraganea o trabaja, pero ésos siguen como siempre”.

El bar lo oprimía. Pidió los dados y se jugó con Alix la copa.

–¿Estará mucho tiempo en París, señor Wales?

–He venido a pasar cuatro o cinco días, para ver a mi hija.

–¡Ah! ¿Tiene una hija?

En la calle los anuncios luminosos rojos, azul de gas o verde fantasma fulguraban turbiamente entre la lluvia tranquila. Se acababa la tarde y había un gran movimiento en las calles. Los bistros relucían. En la esquina del Boulevard des Capucines tomo un taxi. La Place de la Concorde apareció ante su vista majestuosamente rosa; cruzaron el lógico Sena, y Charlie sintió la imprevista atmósfera provinciana de la Rive Gauche.

Le pidió al taxista que se dirigiera a la Avenue de l’Opera, que quedaba fuera de su camino. Pero quería ver cómo la hora azul se extendía sobre la fachada magnífica, e imaginar que las bocinas de los taxis, tocando sin fin los primeros compases de La plus que lente, eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban echando las persianas metálicas de la librería Brentano, y ya había gente cenando tras el seto elegante y pequeño burgués del restaurante Duval. Nunca había comido en París en un restaurante verdaderamente barato: una cena de cinco platos, cuatro francos y medio, vino incluido. Por alguna extraña razón deseó haberlo hecho.

Mientras seguían recorriendo la Rive Gauche, con aquella sensación de provincianismo imprevisto, pensaba: “Para mí esta ciudad está perdida para siempre, y yo mismo la eché a perder. No me daba cuenta, pero los días pasaban sin parar, uno tras otro, y así pasaron dos años, y todo había pasado, hasta yo mismo”.

Tenía treinta y cinco años y buen aspecto. Una profunda arruga entre los ojos moderaba la expresividad irlandesa de su cara. Cuando tocó el timbre en casa de su cuñada, en la Rue Palatine, la arruga se hizo más profunda y las cejas se curvaron hacia abajo; tenía un pellizco en el estómago. Tras la criada que abrió la puerta surgió una adorable chiquilla

de nueve años que gritó: “¡Papaíto!”, y se arrojó, agitándose como un pez, entre sus brazos. Lo obligó a volver la cabeza, cogiéndolo de una oreja, y pegó su mejilla a la suya.

–Mi cielo –dijo Charlie.

–¡Papaíto, papaíto, papaíto, papi!

La niña lo llevó al salón, donde esperaba la familia, un chico y una chica de la edad de su hija, su cuñada y el marido. Saludó a Marion, intentando controlar el tono de la voz para evitar tanto un fingido entusiasmo como una nota de desagrado, pero la respuesta de ella fue más sinceramente tibia, aunque atenuó su expresión de inalterable desconfianza dirigiendo su atención hacia la hija de Charlie. Los dos hombres se dieron la mano amistosamente y Lincoln Peters dejó un momento la mano en el hombro de Charlie.

La habitación era cálida, agradablemente americana. Los tres niños se sentían cómodos, jugando en los pasillos amarillos que llevaban a las otras habitaciones; la alegría de las seis de la tarde se revelaba en el crepitar del fuego y en el trajín típicamente francés de la cocina. Pero Charlie no conseguía serenarse; tenía el corazón en vilo, aunque su hija le transmitía tranquilidad, confianza, cuando de vez en cuando se le acercaba, llevando en brazos la muñeca que él le había traído.

–La verdad es que perfectamente –dijo, respondiendo a una pregunta de Lincoln–. Hay cantidad de negocios que no marchan, pero a nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, maravillosamente bien. El mes que viene llegará mi hermana de América para ocuparse de la casa. El año pasado tuve más ingresos que cuando era rico. Ya sabes, los checos…

Alardeaba con un propósito preciso; pero, un momento después, al adivinar cierta impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió de tema:

–Tenéis unos niños estupendos, muy bien educados.

–Honoria también es una niña estupenda.

Marion Peters volvió de la cocina. Era una mujer alta, de mirada inquieta, que en otro tiempo había poseído una belleza fresca, americana. Charlie nunca había sido sensible a sus encantos y siempre se sorprendía cuando la gente hablaba de lo guapa que había sido. Desde el principio los dos habían sentido una mutua e instintiva antipatía.

–¿Cómo has encontrado a Honoria? —preguntó Marion.

–Maravillosa. Me ha dejado asombrado lo que ha crecido en diez meses. Los tres niños tienen muy buen aspecto.

–Hace un año que no llamamos al médico. ¿Cómo te sientes al volver a París?

–Me extraña mucho que haya tan pocos americanos.

–No quieres un cóctel antes de la cena? —preguntó Lincoln.

–Sólo tomo una copa por las tardes, y por hoy ya está bien.

–Espero que te dure —dijo Marion.

La frialdad con que habló demostraba hasta qué punto le desagradaba Charlie, que se limitó a sonreír. Tenía planes más importantes. La extraordinaria agresividad de Marion le daba cierta ventaja, y podía esperar. Quería que fueran ellos los primeros en hablar del asunto que, como sabían perfectamente, lo había llevado a París.

Durante la cena no terminó de decidir si Honoria se parecía más a él o a su madre. Sería una suerte si no se combinaban en ella los rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Se apoderó de Charlie un profundo deseo de protegerla. Creía saber lo que tenía que hacer por ella. Creía en el carácter; quería retroceder una generación entera y volver a confiar en el carácter como un elemento eternamente valioso. Todo lo demás se estropeaba.

Se fue enseguida, después de la cena, pero no para volver a casa. Tenía curiosidad por ver París de noche con ojos más perspicaces y sensatos que los de otro tiempo. Fue al Casino y vio a Josephine Baker y sus arabescos de chocolate.

Una hora después abandonó el espectáculo y fue dando un paseo hacia Montmartre, subiendo por Rue Pigalle, hasta la Place Blanche. Había dejado de llover y alguna gente en traje de noche se apeaba de los taxis ante los cabarets, y había cocottes que hacían la calle, solas o en pareja, y muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada de la que salía música y se detuvo con una sensación de familiaridad; era el Bricktop, donde había dejado tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más abajo descubrió otro de sus antiguos puntos de encuentros e imprudentemente se asomó al interior. De pronto una orquesta entusiasta empezó a tocar, una pareja de bailarines profesionales se puso en movimiento y un maître d’hòtel se le echó encima, gritando:

–¡Está empezando ahora mismo, señor!

–Yo estoy encantada –dijo Marion con vehemencia–. Ahora por lo menos puedes entrar en las tiendas sin que den por sentado que eres millonario. Lo hemos pasado mal, como todo el mundo, pero en conjunto ahora estamos muchísimo mejor.

–Pero, mientras duró, fue estupendo –dijo Charlie–. Éramos una especie de realeza, casi infalible, con una especie de halo mágico. Esta tarde, en el bar –titubeó, al darse cuenta de su error–, no había nadie, nadie conocido.

Marion lo miró fijamente.

–Creía que ya habías tenido bares de sobra.

–Sólo he estado un momento. Sólo tomo una copa por las tardes, y se acabó.

Pero Charlie se apartó inmediatamente.

“Tendría que estar como una cuba”, pensó.

El Zelli estaba cerrado; sobre los inhóspitos y siniestros hoteles baratos de los alrededores reinaba la oscuridad; en la Rue Blanche había más luz y un público local y locuaz, francés. La Cueva del Poeta había desaparecido, pero las dos inmensas fauces del Café del Cielo y el Café del Infierno seguían bostezando; incluso devoraron, mientras Charlie miraba, el exiguo contenido de un autobús de turistas: un alemán, un japonés y una pareja norteamericana que se quedaron mirándolo con ojos de espanto.

Y a esto se limitaba el esfuerzo y el ingenio de Montmartre. Toda la industria del vicio y la disipación había sido reducida a una escala absolutamente infantil, y de repente Charlie entendió el significado de la palabra “disipado”: disiparse en el aire; hacer que algo se convierta en nada. En las primeras horas de la madrugada ir de un lugar a otro supone un enorme esfuerzo, y cada vez se paga más por el privilegio de moverse con mayor lentitud.

Se acordaba de los billetes de mil francos que había dado a una orquesta para que tocara cierta canción, de los billetes de cien francos arrojados a un portero para que llamara a un taxi.

Pero no había sido a cambio de nada.

Aquellos 3 billetes, incluso las cantidades más disparatadamente despilfarradas, habían sido una ofrenda al destino, para que le concediera el don de no poder recordar las cosas más dignas de ser recordadas, las cosas que ahora recordaría siempre: haber perdido la custodia de su hija; la huida de su mujer, para acabar en una tumba en Vermont.

A la luz que salía de una brasserie una mujer le dijo algo. Charlie la invitó a huevos y café, y luego, evitando su mirada amistosa, le dio un billete de veinte francos y cogió un taxi para volver al hotel.

II

Se despertó en un día espléndido de otoño: un día de partido de fútbol. El abatimiento del día anterior había desaparecido, y ahora le gustaba la gente de la calle. Al mediodía estaba sentado con Honoria en Le Grand Vatel, el único restaurante que no le recordaba cenas con champán y largos almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en crepúsculos nublados y confusos.

–¿No quieres verdura? ¿No deberías comer un poco de verdura?

–Sí, sí.

–Hay épinards y chou-fleur, zanahorias y haricots.

–Prefiero chou-fleur.

–¿No prefieres mezclarla con otra verdura?

El camarero fingía sentir una extraordinaria pasión por los niños.

Qu’elle est mignonne la petite! Elle parle exactement comme une française.

—¿Y de postre? ¿O esperamos?

El camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expectación.

–¿Qué vamos a hacer hoy?

—Primero iremos a la juguetería de la Rue Saint-Honoré y compraremos lo que quieras. Luego iremos al vodevil, en el Empire.

La niña titubeó.

–Me gustaría ir al vodevil, pero no a la juguetería.

–¿Por qué no?

–Porque ya me has traído esta muñeca –Se había llevado la muñeca al restaurante–. Y ya tengo muchos juguetes. Y ya no somos ricos, ¿no?

–Nunca hemos sido ricos. Pero hoy puedes comprarte lo que quieras.

–Muy bien —asintió la niña, resignada.

Cuando tenía a su madre y a una niñera francesa, Charlie solía ser más severo; ahora se exigía mucho más a sí mismo, procuraba ser más tolerante; tenía que ser padre y madre a la vez y ser capaz de entender a su hija en todos los aspectos.

–Me gustaría conocerte –dijo con gravedad–. Permítame primero que me presente. Soy Charles J. Wales, de Praga.

–¡Papá! –no podía aguantar la risa.

–¿Y quién es usted, si es tan amable? –continuó, y la niña aceptó su papel inmediatamente:

–Honoria Wales, Rue Palatine, París.

–¿Casada o soltera?

–No, no estoy casada. Soltera.

Charlie señaló la muñeca.

–Pero, madame, tiene usted una hija.

No queriendo desheredar a la pobre muñeca, se la acercó al corazón y buscó una respuesta:

–Estuve casada, pero mi marido murió.

Charlie se apresuró a continuar:

–¿Cómo se llama la niña?

–Simone. Es el nombre de mi mejor amiga del colegio.

–Este mes he sido la tercera de la clase –alardeó–. Elsie –era su prima– sólo es la dieciocho y Richard casi es el último de la clase.

–Quieres a Richard y a Elsie, ¿verdad?

–Sí. A Richard lo quiero mucho y a Elsie también.

Con cautela y sin darle mucha importancia Charlie preguntó:

–¿Y a quién quieres más, a tía Marion o a tío Lincoln?

–Ah, creo que a tío Lincoln.

Cada vez era más consciente de la presencia de su hija. Al entrar al restaurante los había acompañado un murmullo: “… adorable”, y ahora la gente de la mesa de al lado, cada vez que interrumpían sus conversaciones, estaba pendiente de ella, observándola como a un ser que no tuviera más conciencia que una flor.

–¿Por qué no vivo contigo? –preguntó Honoria de repente–. ¿Por qué mamá ha muerto?

Debes quedarte aquí y aprender mejor el francés. A mí me hubiera sido muy difícil cuidarte tan bien.

–La verdad es que ya no necesito que me cuiden. Hago las cosas sola.

A la salida del restaurante, un hombre y una mujer lo saludaron inesperadamente.

–¡Pero si es el amigo Wales!

–¡Hombre! Lorraine… Dunc…

Eran fantasmas que surgían del pasado: Duncan Schaeffer, un amigo de la universidad. Lorraine Quarrles, una preciosa, pálida rubia de treinta años; una más de la pandilla que lo había ayudado a convertir los meses en días en los pródigos tiempos de hacía tres años.

–Mi marido no ha podido venir este año –dijo Lorraine, respondiéndole a Charlie–. Somos más pobres que las ratas. Así que me manda doscientos dólares al mes y dice que me las arregle como pueda… ¿Es tu hija?

–¿Por qué no te sientas un rato con nosotros en el restaurante? –preguntó Duncan.

–No puedo.

Se alegraba de tener una excusa. Seguía notando el atractivo apasionado, provocador, de Lorraine, pero ahora Charlie se movía a otro ritmo.

–¿Y si quedamos para cenar? —preguntó Lorraine.

–Tengo una cita. Dadme vuestra dirección y ya os llamaré.

–Charlie, tengo la completa seguridad de que estás sobrio –dijo Lorraine solemnemente–. Estoy seguro de que está sobrio, Dunc, te lo digo de verdad. Pellízcalo para ver si está sobrio.

Charlie señaló a Honoria con la cabeza. Lorraine y Dunc se echaron a reír.

–¿Cuál es tu direccion? –preguntó Dunc, escéptico.

Charlie titubeó; no quería decirles el nombre de su hotel.

–Todavía no tengo dirección fija. Ya os llamaré. Vamos al vodevil, al Empire.

–¡Estupendo! Lo mismo que yo pensaba hacer –dijo Lorraine–. Tengo ganas de ver payasos, acróbatas y malabaristas. Es lo que vamos a hacer, Dunc.

–Antes tenemos que hacer un recado –dijo Charlie–. A lo mejor nos vemos en el teatro.

–Muy bien. Estás hecho un auténtico esnob… Adiós, guapísima.

¿Tomamos una copa?

–Muy bien, pero no en la barra. Busquemos una mesa.

–El padre perfecto.

Mientras oía, un poco distraído, a Lorraine, Charlie observó cómo la mirada de Honoria se apartaba de la mesa, y la siguió pensativamente por el salón, preguntándose qué estaría mirando. Se encontraron sus miradas, y Honoria sonrió.

–Está buena la limonada –dijo.

¿Qué había dicho? ¿Qué se esperaba él? Mientras volvían a casa en un taxi la abrazó, para que su cabeza descansara en su pecho.

–¿Te acuerdas de mamá?

–Algunas veces —contestó vagamente.

–No quiero que la olvides. ¿Tienes alguna foto suya?

–Sí, creo que sí. De todas formas, tía Marion tiene una. ¿Por qué no quieres que la olvide?

–Porque te quería mucho.

–Yo también la quería.

Callaron un momento.

–Papá, quiero vivir contigo —dijo de pronto.

–Adiós.

Honoria, muy educada, hizo una reverencia.

Había sido un encuentro desagradable. Charlie les caía simpático porque trabajaba, porque era serio; lo buscaban porque ahora tenía más fuerza que ellos, porque en cierta medida querían alimentarse de su fortaleza.

En el Empire, Honoria se negó orgullosamente a sentarse sobre el abrigo doblado de su padre. Era ya una persona, con su propio código, y a Charlie le obsesionaba cada vez más el deseo de inculcarle algo suyo antes de que su personalidad cristalizara completamente. Pero era imposible intentar conocerla en tan poco tiempo.

En el entreacto se encontraron con Duncan y Lorraine en la sala de espera, donde tocaba una orquesta.

A Charlie le dio un vuelco el corazón; así era como quería que ocurrieran las cosas.

–¿Es que no estás contenta?

–Sí, pero a ti te quiero más que a nadie. Y tú me quieres a mí más que a nadie, ¿verdad?, ahora que mamá ha muerto.

–Claro que sí. Pero no siempre me querrás a mí más que a nadie, cariño. Crecerás y conocerás a alguien de tu edad y te casarás con él y te olvidarás de que alguna vez tuviste un papá.

–Sí, es verdad –asintió, muy tranquila.

Charlie no entró en la casa. Volvería a las nueve, y quería mantenerse despejado para lo que debía decirles.

–Cuando estés ya en casa, asómate a esa ventana.

–Muy bien. Adiós, papá, papaíto.

Esperó a oscuras en la calle hasta que apareció, cálida y luminosa, en la ventana y lanzó a la noche un beso con la punta de los dedos.

III

 

Lo estaban esperando. Marion, sentada junto a la bandeja del café, vestía un elegante y majestuoso traje negro, que casi hacía pensar en el luto. Lincoln no dejaba de pasearse por la habitación con la animación de quien ya lleva un buen rato hablando. Deseaban tanto como Charlie abordar el asunto. Charlie lo sacó a colación casi inmediatamente:

–Me figuro que sabéis por qué he venido a veros, por qué he venido a París.

Marion jugaba con las estrellas negras de su collar, y frunció el ceño.

–Tengo verdaderas ganas de tener una casa –continuó–. Y tengo verdaderas ganas de que Honoria viva conmigo. Aprecio mucho que, por amor a su madre, os hayáis ocupado de Honoria, pero las cosas han cambiado… –titubeó y continuó con mayor decisión–, han cambiado radicalmente en lo que a mí respecta, y quisiera pediros que reconsideréis el asunto. Sería una tontería negar que durante tres años he sido un insensato…

Marion lo miraba con una expresión de dureza.

–… pero todo eso se ha acabado. Como os he dicho, hace un año que sólo bebo una copa al día, y esa copa me la tomo deliberadamente, para que la idea del alcohol no cobre en mi imaginación una importancia que no tiene. ¿Me entendéis?

–No –dijo Marion sucintamente.

–Es una especie de artimaña, un truco que me hago a mí mismo, para no olvidar la medida de las cosas.

–Te entiendo –dijo Lincoln–. No quieres que el alcohol sea una obsesión.

–Algo así. A veces se me olvida y no bebo. Pero procuro beber una copa al día. De todas maneras, en mi situación, no puedo permitirme beber. Las firmas a las que represento están más que satisfechas con mi trabajo, y quiero traerme a mi hermana desde Burlington para que se ocupe de la casa, y sobre todas las cosas quiero que Honoria viva conmigo. Sabéis que, incluso cuando su madre y yo no nos llevábamos bien, jamás permitimos que nada de lo que sucedía afectara a Honoria. Sé que me quiere y sé que soy capaz de cuidarla y… Bueno, ya os lo he dicho todo. ¿Qué pensáis?

Sabía que ahora le tocaba recibir los golpes. Podía durar una o dos horas, y sería difícil, pero si modulaba su resentimiento inevitable y lo convertía en la actitud sumisa del pecador arrepentido, podría imponer por fin su punto de vista.

“Domínate”, se decía a sí mismo. “No quieres que te perdonen. Quieres a Honoria”.

Lincoln fue el primero en responderle:

–Llevamos hablando de este asunto desde que recibimos tu carta el mes pasado. Estamos muy contentos de que Honoria viva con nosotros. Es una criatura adorable, y nos alegra mucho poder ayudarla, pero, claro está, ya sé que ése no es el problema…

Marion lo interrumpió súbitamente.

–¿Cuánto tiempo aguantarás sin beber, Charlie? –preguntó.

–Espero que siempre.

–¿Y qué crédito se les puede dar a esas palabras?

–Sabéis que nunca había bebido demasiado hasta que dejé los negocios y me vine aquí sin nada que hacer. Luego Helen y yo empezamos a salir con…

Charlie la miró severamente; nunca había estado muy seguro de hasta qué punto se habían apreciado las dos hermanas cuando Helen vivía.

–Me dediqué a beber un año y medio poco más o menos: desde que llegamos hasta que… me derrumbé.

–Mucho es.

–Mucho es —asintió.

–Lo hago sólo por Helen –dijo Marion–. Intento pensar qué le gustaría que hiciera. Te lo digo de verdad, desde la noche en que hiciste aquello tan horrible dejaste de existir para mí. No puedo evitarlo. Era mi hermana.

–Ya lo sé.

–Cuando se estaba muriendo, me pidió que me ocupara de Honoria. Si entonces no hubieras estado internado en un sanatorio, las cosas hubieran sido más fáciles.

Charlie no respondió.

–Jamás podré olvidar la mañana en que Helen llamó a mi puerta, empapada hasta los huesos y tiritando, y me dijo que habías echado la llave y no la habías dejado entrar.

Charlie apretaba con fuerza los brazos del sillón. Estaba siendo más difícil de lo que se había esperado. Hubiera querido protestar, demorarse en largas explicaciones, pero sólo dijo:

–La noche en que le cerré la puerta…

Y Marion lo interrumpió:

–No pienso volver a hablar de eso.

Tras un momento de silencio Lincoln dijo:

–Nos estamos saliendo del tema. Quieres que Marion renuncie a su derecho a la custodia y te entregue a Honoria. Yo creo que lo importante es si puede confiar en ti o no.

–Comprendo a Marion –dijo Charlie despacio–, pero creo que puede tener absoluta confianza en mí. Mi reputación era intachable hasta hace tres años. Claro está que puedo fallar en cualquier momento, es humano. Pero si esperamos más tiempo perdería la niñez de Honoria y la oportunidad de tener un hogar –Negó con la cabeza–. Perdería a Honoria, ni más ni menos, ¿no os dais cuenta?

–Sí, te entiendo –dijo Lincoln.

–¿Y por qué no pensaste antes en estas cosas? —preguntó Marion.

–Me figuro que alguna vez pensaría en estas cosas, de cuando en cuando, pero Helen y yo nos llevábamos fatal. Cuando acepté concederle la custodia de la niña, y no me podía mover del sanatorio, estaba hundido, y la Bolsa me había dejado en la ruina. Sabía que me había portado mal y hubiera aceptado cualquier cosa con tal de devolverle la paz a Helen. Pero ahora es distinto. Estoy trabajando, estoy de puta madre, así que…

–Te agradecería que no utilizaras ese lenguaje en mi presencia.

La miró, estupefacto. Cada vez que Marion hablaba, la fuerza de su antipatía hacia él era más evidente. Con su miedo a la vida había construido un muro que ahora levantaba frente a Charlie. Aquel reproche insignificante quizá fuera consecuencia de algún problema que hubiera tenido con la cocinera aquella tarde. La posibilidad de dejar a Honoria en aquella atmósfera de hostilidad hacia él le resultaba cada vez más preocupante. Antes o después saldría a relucir, en alguna frase, en un gesto con la cabeza, y algo de aquella desconfianza arraigaría irrevocablemente en Honoria. Pero procuró que su cara no revelase sus emociones, guardárselas; había obtenido cierta ventaja, porque Lincoln se dio

cuenta de lo absurdo de la observación de Marion y le preguntó despreocupadamente desde cuándo la molestaban expresiones como “de puta madre”.

–Otra cosa –dijo Charlie–: estoy en condiciones de asegurarle ciertas ventajas. Contrataré para la casa de Praga a una institutriz francesa. He alquilado un apartamento nuevo

Dejó de hablar: se daba cuenta de que había metido la pata. Era imposible que aceptaran con ecuanimidad el hecho de que él ganara de nuevo más del doble que ellos

–Supongo que puedes ofrecerle más lujos que nosotros –dijo Marion–. Cuando te dedicabas a tirar el dinero, nosotros vivíamos mirando por cada moneda de diez francos… Y supongo que volverás a hacer lo mismo.

—No, no. He aprendido. Tú sabes que trabajé con todas mis fuerzas diez años, hasta que tuve suerte en la Bolsa, como tantos. Una suerte inmensa. No parecía que tuviera mucho sentido seguir trabajando, así que lo dejé. No se repetirá.

Hubo un largo silencio. Todos tenían los nervios en tensión, y por primera vez desde hacía un año Charlie sintió ganas de beber. Ahora estaba seguro de que Lincoln Peters quería que él tuviera a su hija.

De repente Marion se estremeció; una parte de ella se daba cuenta de que ahora Charlie tenía los pies en la tierra, y su instinto de madre reconocía que su deseo era natural; pero había vivido mucho tiempo con un prejuicio: un prejuicio basado en una extraña desconfianza en la posibilidad de que su hermana fuera feliz, y que, después de una noche terrible, se había transformado en odio contra Charlie. Todo había sucedido en un período de su vida en el que, entre el desánimo de la falta de salud y las circunstancias adversas, necesitaba creer en una maldad y un malvado tangibles.

–Me es imposible pensar de otra manera –gritó de repente–. No sé hasta qué punto eres responsable de la muerte de Helen. Es algo que tendrás que arreglar con tu propia conciencia.

Charlie sintió una punzada de dolor, como una corriente eléctrica; estuvo a punto de levantarse, y una palabra impronunciable resonó en su garganta. Se dominó un instante, un instante más.

–Ya está bien –dijo Lincoln, incómodo–. Yo nunca he pensado que tú fueras responsable.

–Helen murió de una enfermedad cardíaca –dijo Charlie, sin fuerzas.

–Sí, una enfermedad cardíaca –dijo Marion, como si aquella frase tuviera para ella otro significado.

Entonces, en el instante vacío, insípido, que siguió a su arrebato, Marion vio con claridad que Charlie había conseguido dominar la situación. Miró a su marido y comprendió que no podía esperar su ayuda, y, de pronto, como si el asunto no tuviera ninguna importancia, tiró la toalla.

–Haz lo que te parezca —exclamó levantándose de pronto–. Es tu hija. No soy nadie para interponerme en tu camino. Creo que si fuera mi hija preferiría verla… –consiguió frenarse–. Decididlo vosotros. No aguanto más. Me siento mal. Me voy a la cama.

Salió casi corriendo de la habitación, y un momento después Lincoln dijo:

–Ha sido un día muy difícil para ella. Ya sabes lo testaruda que es… –parecía pedir excusas–: cuando a una mujer se le mete una idea en la cabeza…

–Claro.

–Todo irá bien. Creo que sabe que ahora tú puedes mantener a la niña, así que no tenemos derecho a interponernos en tu camino ni en el de Honoria.

–Gracias, Lincoln.

–Será mejor que vaya a ver cómo está Marion.

–Me voy ya.

Todavía temblaba cuando llegó a la calle, pero el paseo por la Rue Bonaparte hasta el Sena lo tranquilizó, y, al cruzar el río, siempre nuevo a la luz de las farolas de los muelles, se sintió lleno de júbilo. Pero, ya en su habitación, no podía dormirse. La imagen de Helen lo obsesionaba. Helen, a la que tanto había querido, hasta que los dos habían empezado a abusar de su amor insensatamente, a hacerlo trizas. En aquella terrible noche de febrero que Marion recordaba tan vivamente, una lenta pelea se había demorado durante horas. Recordaba la escena en el Florida, y que, cuando intentó llevarla a casa, Helen había besado al joven Webb, que estaba en otra mesa; y recordaba lo que Helen le había dicho, histérica. Cuando volvió a casa solo, desquiciado, furioso, cerró la puerta con llave. ¿Cómo hubiera podido imaginar que ella lle­garía una hora más tarde, sola, y que caería una nevada, y que Helen va­gabundearía por ahí en zapatos de baile, demasiado confundida para encontrar un taxi? Y recordaba las consecuencias: que Helen se recupe­rara milagrosamente de una neumonía, y todo el horror que aquello trajo consigo. Se reconciliaron, pero aquello fue el principio del fin, y Marion, que lo había visto todo con sus propios ojos e imaginaba que aquélla sólo había sido una de las muchas escenas del martirio de su her­mana, nunca lo olvidó.

Los recuerdos le devolvieron a Helen, y, en la luz blanca y suave que cuando empieza a amanecer rodea poco a poco a quien está medio dormido, se dio cuenta de que volvía a hablar con ella. Helen le decía que tenía razón en el problema de Honoria y que quería que Honoria viviera con él. Dijo que se alegraba de que estuviera bien, de que le fuera bien. Le dijo muchas cosas más, amistosas, pero estaba sentada en un columpio, vestida de blanco, y cada vez se balanceaba más, cada vez más deprisa, así que al final no pudo oír con claridad lo que Helen decía.

 

IV

Se despertó sintiéndose feliz. El mundo volvía a abrirle las puertas. Hizo planes, imaginó un futuro para Honoria y para él, y de repente se sintió triste, al recordar los planes que había hecho con He­len. Helen no había planeado morir. Lo

importante era el presente: el trabajo, alguien a quien querer. Pero no querer demasiado, pues cono­cía el daño que un padre puede hacerle a una hija, o una madre a un hijo, si los quiere demasiado: más tarde, ya en el mundo, el hijo bus­caría en su pareja la misma ternura ciega y, al no poder encontrarla, se rebelaría contra el amor y la vida.

Volvía a hacer un día espléndido, vivificador. Llamó a Lincoln Peters al banco donde trabajaba y le preguntó si Honoria podría acom­pañarlo cuando regresara a Praga. Lincoln estuvo de acuerdo en que no había ninguna razón para aplazar las cosas. Quedaba una cuestión: el derecho a la custodia. Marion quería conservarlo durante algún tiem­po. Estaba muy preocupada con aquel asunto, y se sentiría más tran­quila si supiera que la situación seguía bajo su control un año más. Charlie aceptó: lo único que quería era a la niña, tangible y visible.

También estaba la cuestión de la institutriz. Charlie pasó un buen rato en una agencia sombría hablando con una bearnesa malhu­morada y con una tetuda campesina bretona, a ninguna de las cuales hubiera podido soportar. Había otras candidatas a quienes vería al día siguiente.

Comió con Lincoln Peters en el Griffon, intentando dominar su alegría.

–No hay nada comparable a un hijo –dijo Lincoln–. Pero tú comprendes cómo se siente Marion.

–Ya no se acuerda de todo lo que trabajé durante siete años en América —dijo Charlie—. Sólo recuerda una noche.

–Eso es distinto –titubeó Lincoln–. Mientras tú y Helen derrochabais dinero por toda Europa, nosotros luchábamos por salir adelante. No he sido ni remotamente rico, nunca he ganado lo sufi­ciente para permitirme algo más que un seguro de vida. Yo creo que Marion pensaba que aquello era una especie de injusticia… Tú ni si­quiera trabajabas entonces y cada vez eras más rico.

–El dinero se fue tan rápido como vino –dijo Charlie.

–Sí, y mucho fue a parar a manos de los chasseurs y los saxo­fonistas y los maitres d’hotel… Bueno, se acabó la gran fiesta. Te he dicho esto para explicarte cómo se siente Marion después de estos años de locura. Si pasas un momento por casa a eso de las seis, antes de que Marion esté demasiado cansada, acordaremos los últimos detalles sin ningún problema.

De vuelta al hotel, Charlie encontró un pneumatique que le ha­bían enviado desde el bar del Ritz, donde Charlie había dejado su di­rección para un antiguo amigo.

«Querido Charlie:

»Estabas tan raro cuando nos vimos el otro día, que me pregunté si había hecho algo que pudiera molestarte. Si es así, no me he dado cuenta. La verdad es que me he acordado mucho de ti durante el año pasado, y siempre he abrigado la esperanza de que nos viéramos de nuevo cuando yo volviera a París. Lo pasamos muy bien en aquella primavera disparata­da, como aquella noche en que tú y yo robamos la bicicleta de reparto del carnicero, y aquella vez que intentamos hablar por teléfono con el presidente, cuando usabas bombín y bas­tón. Todos parecen haber envejecido últimamente, pero yo no me siento ni un día más vieja. ¿No podríamos vernos hoy, aunque sólo sea un rato, en honor de aquellos viejos tiempos? Ahora tengo una resaca miserable. Pero me sentiré mucho mejor esta tarde, y te esperaré a eso de las cinco en el Ritz, an­tro de explotación.

»Siempre tuya,

»Lorraine»

La primera sensación de Charlie fue de espanto: espanto de haber robado, ya en edad madura, una bicicleta de reparto para peda­lear, con Lorraine a bordo, por la plaza de L’Étoile, de madrugada. Al recordarlo, parecía una pesadilla. Haberle cerrado la puerta a Helen no armonizaba con ningún otro episodio de su vida, pero el incidente de la bicicleta,

í: sólo era uno entre muchos. ¿Cuántas semanas o me­ses de disipación habían sido necesarios para llegar a ese punto de ab­soluta irresponsabilidad?

Intentó recordar qué le había parecido Lorraine entonces: muy atractiva; a Helen le molestaba, aunque no dijera nada. Hacía veinticuatro horas, en el restaurante, Lorraine le había parecido vul­gar, ajada, estropeada. No tenía ninguna, ninguna gana de verla, y se alegraba de que Alix no le hubiera dado la dirección de su hotel. Y era un consuelo pensar en Honoria, imaginar domingos dedicados a ella, y darle los buenos días y saber que pasaba la noche en casa y respiraba en la oscuridad.

A las cinco tomó un taxi y compró regalos para la familia Pe­ters: una graciosa muñeca de trapo, una caja de soldados romanos, flo­res para Marion, pañuelos de hilo para Lincoln.

Cuando llegó al apartamento, comprendió que Marion había aceptado lo inevitable. Lo recibió como si fuera un pariente díscolo, más que una amenaza ajena a la familia. Honoria sabía ya que se iba con su padre, y Charlie disfrutó al ver cómo, con tacto, la niña procu­raba disimular su alegría excesiva. Sólo sentada en sus rodillas le dijo en voz baja lo contenta que estaba y le preguntó, antes de volver con los otros niños, cuándo se irían.

Marion y Charlie se quedaron solos un instante y, dejándose llevar por un impulso, él se atrevió a decirle:

–Las peleas de familia son muy desagradables. No respetan ninguna regla. No son como el dolor ni las heridas: son más bien co­mo llagas que no se curan porque les falta tejido para hacerlo. Me gus­taría que tú y yo nos lleváramos mejor.

–Es difícil olvidar ciertas cosas –contestó Marion–. Es cuestión de confianza –Charlie no contestó y Marion preguntó en­tonces–: ¿Cuándo piensas llevártela?

–Tan pronto como encuentre una institutriz. Pasado mañana, espero.

No, es imposible. Tengo que prepararle sus cosas. Antes del sábado es imposible.

Charlie cedió. Lincoln, que acababa de volver a la habitación, le ofreció una copa.

–Bueno, me tomaré mi whisky diario.

Se notaba el calor, era un hogar, gente reunida junto al fuego. Los niños se sentían seguros e importantes; la madre y el padre eran serios, vigilaban. Tenían cosas importantes que hacer por sus hijos, mucho más importantes que su visita. Una cucharada de medicina era, después de todo, más importante que sus tensas relaciones con Marion. Ni Marion ni Lincoln eran estúpidos, pero estaban demasia­do condicionados por la vida y las circunstancias. Charlie se preguntó si no podría hacer algo para librar a Lincoln de la rutina del banco.

Sonó un largo timbrazo: llamaban a la puerta. La bonne a tout faire atravesó la habitación y desapareció en el pasillo. Abrió la puerta después de que volviera a sonar el timbre, y luego se oyeron voces, y los tres miraron hacia la puerta del salón con curiosidad. Lincoln se asomó al pasillo y Marion se levantó. Entonces volvió la criada, segui­da de cerca por voces que resultaron pertenecer a Duncan Shaeffer y Lorraine Quarrles.

Estaban contentos, alegres, muertos de risa. Por un instante Charlie se quedó estupefacto: no podía entender cómo habían podido conseguir la dirección de los Peters.

–Eeehhh –Duncan agitaba el dedo pícaramente en direc­ción a Charlie.

Dunc y Lorraine soltaron un nuevo aluvión de carcajadas. Nervioso, sin saber qué hacer, Charlie les estrechó la mano rápi­damente y se los presentó a Lincoln y Marion. Marion los saludó con un gesto de la cabeza y apenas abrió la boca. Retrocedió hacía la chimenea; su hijita estaba cerca y Marion le echó el brazo por el hombro.

Cada vez más disgustado por la intromisión, Charlie esperaba que le dieran una explicación. Y, después de pensar las palabras un mo­mento, Duncan dijo:

Charlie se les acercó más, como si así quisiera empujarlos ha­cia el pasillo.

–Lo siento, pero no puedo. Decidme dónde vais a estar y os llamaré por teléfono dentro de media hora.

No se inmutaron. Lorraine se sentó de pronto en el brazo de un sillón y, concentrando toda su atención en Richard, exclamó:

–¡Que niño tan precioso! ¡Ven aquí, cielo!

Richard miró a su madre y no se movió. Lorraine se encogió de hombros ostensiblemente, y volvió a dirigirse a Charlie:

–Ven a cenar. Estoy segura de que tus parientes no se moles­tarán. O te veo poco o te veo apocado.

–No puedo –respondió Charlie, cortante–. Cenad voso­tros, ya os llamaré por teléfono.

La voz de Lorraine se volvió desagradable:

–Vale, vale, nos vamos. Pero acuérdate de cuando aporreaste mi puerta a las cuatro de la mañana y yo tuve el suficiente sentido del humor para darte una copa. Vámonos, Dunc.

Con movimientos pesados, con las caras descompuestas, irri­tados, con pasos titubeantes, se adentraron en el pasillo.

–Buenas noches —dijo Charlie.

–¡Buenas noches! —respondió Lorraine con retintín.

Cuando Charlie volvió al salón, Marion no se había movido, pero ahora echaba el otro brazo por el hombro de su hijo. Lincoln se­guía meciendo a Honoria de acá para allá, como un péndulo.

–¡Que poca vergüenza! –estalló Charlie–. ¡No hay derecho!

Ni Marion ni Lincoln le respondieron. Charlie se dejó caer en el sillón, cogió el vaso, volvió a dejarlo y dijo:

–Gente a la que no veo desde hace dos años y tiene la increí­ble desfachatez de…

Se interrumpió. Marion había dejado escapar un “Ya”, una especie de suspiro sofocado, rabioso; le había dado de repente la espal­da y había salido del salón.

Lincoln dejó a Honoria en el suelo con cuidado.

–Niños, vayan a comer. Empezad a tomaros la sopa –dijo, y, cuando los niños obedecieron, se dirigió a Charlie–: Marion no está bien y no soporta los sobresaltos. Esa clase de gente la hace sentirse fí­sicamente mal.

–Yo no les he dicho que vinieran. Alguien les habrá dado vuestro nombre y dirección. Deliberadamente han…

–Bueno, es una pena. Esto no facilita las cosas. Perdóname un momento.

Solo, Charlie permaneció en su sillón, tenso. Oía comer a los niños en el cuarto de al lado: hablaban con monosílabos y ya habrían olvidado la escena de los mayores. Oyó el murmullo de una conversa­ción en otro cuarto, más lejos, y el ruido de un teléfono al ser descol­gado, y, aterrorizado, se cambió a otra silla para no oír nada más.

Lincoln volvió casi inmediatamente.

–Charlie, creo que dejaremos la cena para otra noche. Ma­nn no se encuentra bien.

–¿Se ha disgustado conmigo?

–Más o menos –dijo Lincoln, casi con malos modos–. No es fuerte y…

–¿Quieres decir que ha cambiado de opinión sobre Honoria?

–Ahora está muy afectada. No sé. Llámame al banco mañana.

–Me gustaría que le explicaras que en ningún momento se me ha pasado por la cabeza traer aquí a esa gente. Estoy tan ofendido como tú.

–Ahora no le puedo explicar nada.

Charlie dejó la silla. Cogió su abrigo y su sombrero y atravesó el pasillo. Abrió la puerta del comedor y dijo con una voz rara:

–Buenas noches, niños.

Honoria se levantó y corrió a abrazarlo.

–Buenas noches, corazón –dijo, ensimismado, y luego, in­tentando poner más ternura en la voz, intentando arreglar algo, aña­dió–: Buenas noches, queridos niños.

V

Charlie se dirigió directamente al bar del Ritz con la idea fu­ribunda de encontrarse con Lorraine y Duncan, pero no estaban allí, y cayó en la cuenta de que, en cualquier caso, nada podía hacer. No ha­bía tocado el vaso de whisky en casa de los Peters, y ahora pidió un whisky con soda. Paul se acercó para saludarlo.

–Todo ha cambiado mucho –dijo con tristeza–. Ahora el negocio no es ni la mitad de lo que era. Me han dicho que muchos de los que volvieron a América lo perdieron todo, si no en el primer hun­dimiento de. la Bolsa, en el segundo.

He oído que su amigo George Hardt perdió hasta el último céntimo. ¿Usted ha vuelto a América?

–No, trabajo en Praga.

–Me han dicho que perdió una fortuna cuando se hundió la Bolsa.

–Sí –asintió con amargura—, pero también perdí todo lo que quise cuando subió.

–¿Vendiendo a la baja?

–Más o menos.

El recuerdo de aquellos días volvía a apoderarse de Charlie como una pesadilla: la gente que había conocido en sus viajes, y la gente que era incapaz de hacer una suma o de pronunciar una frase co­herente. El hombrecillo con quien Helen había aceptado bailar en la fiesta del barco, y que luego la insultó a tres metros de su mesa; las mujeres y las chicas que habían sido sacadas a rastras de los estableci­mientos públicos, gritando, borrachas o drogadas…

Hombres que dejaban a sus mujeres en la calle, cerrándoles la puerta, en la nieve, porque la nieve de 1929 no era real. Si no querías que fuera nieve, bastaba con pagar lo necesario.

Fue al teléfono y llamó al apartamento de los Peters; Lincoln descolgó.

–Te llamo porque no me puedo quitar el asunto de la cabe­za. ¿Ha dicho Marion algo?

–Marion está enferma –respondió Lincoln, cortante–. Ya sé que tú no tienes toda la culpa, pero no puedo permitir que esto la destroce. Me temo que tendremos que aplazarlo seis meses; no puedo arriesgarme a que pase otro mal rato como el de hoy.

–Ya.

–Lo siento, Charlie.

Volvió a su mesa. El vaso de whisky estaba vacío, pero negó con la cabeza cuando Alix lo miró, interrogante. Ya no le quedaba mucho por hacer, salvo mandarle a Honoria algunos regalos; al día si­guiente se los mandaría. Más bien irritado, pensó que sólo era dinero: le había dado dinero a tanta gente…

–No, se acabó –dijo a otro camarero–. ¿Cuánto es?

Algún día volvería; no podían condenarlo a estar pagando sus deudas eternamente. Pero quería a su hija, y al margen de eso ninguna otra cosa le importaba. No volvería a ser joven, lleno de las mejores ideas y los mejores sueños, sólo suyos. Estaba absolutamente seguro de que Helen no hubiera querido que estuviese tan solo.

 

Escritor americano, Francis Scott Fitzgerald es uno de los mejores exponentes de la literatura norteamericana del siglo XX. Sus novelas, situadas en las décadas de 1920 y 30, están consideradas como auténticas obras maestras.

Miembro de la llamada Generación Perdida Americana, sus cinco novelas retratan un paisaje de personajes brillantes y efímeros, de juventud y también de desesperación.

Using Graphic Novels in the Classroom

Kids read graphic novels – walk into any library or bookstore and you will find young readers hanging out in the manga and comics aisles. So, why aren’t teachers using more graphic novels in their classrooms? One of the main reasons is due to a bias against graphic novels as a “legitimate” text; however, this bias is being chipped away as research supports the efficacy of using graphic novels in the classroom. Yildirim (2013) writes, “The increasing popularity of graphic novels has transformed it into a powerful medium of expression. Once regarded as only a means of amusement lacking literary insight and merit, graphic novels have evolved into a respected and well-regarded genre of literature which deserves a permanent place in the literary world” (122).

Graphic novels are popular and prevalent today because these texts offer a diverse range in complexity and topics/issues in addition to crossing genres. Today’s graphic novels are about more than just superheroes, science-fiction and fantasy (Gorman, 2002) – they can be used in all content areas as there are graphic novels about history, science, and major literary works. Furthermore, graphic novels not only target teen readers, but are also making an impact in the early/emerging reader markets (Brown, 2013). Simply put, there is a graphic novel for everyone.

WorldLit_Odyssey_RoyThomascomic

The Odyssey comic written by Roy Thomas.

There are many benefits to using graphic novels in the classroom.

1. They can be used to build students’ reading and writing skills (Frey and Fisher, 2004; Yildirim, 2012; Brown, 2013). They offer multilevel reading experiences, as reading the words and images builds students’ basic reading skills and analytical skills (Yildirim, 2013).

2. Graphic novels provide support for struggling readers, including English learners, by addressing multiple learning modalities. Hassett & Schieble (2007) indicate that graphic novels facilitate comprehension by combining images with texts, making them particularly helpful for visual learners. Graphic novels also provide a path for more complex reading by building reading fluency and reading confidence (Yildirim, 2013).

3. Graphic novels build students’ reading habits; for example, Schwarz (2002) found that graphic novels were a source of motivation and stimulation for struggling and reluctant readers.

4. Graphic novels can boost students’ critical thinking skills, creativity, and imagination (Yildirim, 2013).

Graphic novels benefit all readers. As McTaggert (2008) indicated, “[Graphic novels] enable the struggling reader, motivate the reluctant one, and challenge the high-level learner” (32). Reading a graphic novel requires students to make inferences and draw conclusions from the images and text while being supported by visuals and pacing. I would argue that in some ways, reading a graphic novel is more complicated than reading a traditional novel in that graphic novel readers have to rely on non-textual cues to derive meanings and they also have to rely more heavily on their inferring skills.

It makes sense that today’s digitally-oriented students would find graphic novels appealing. These students are used to surfing the internet, navigating multiple open windows of content, and reading messages from various social media sources. Our students have been reading graphically for years!

Resources for Using Graphic Novels in Your Literature Classroom

Annenberg Learner provides several resources to graphically enhance your classroom instruction. Invitation to World Literature is a comprehensive resource for learning about literature from around the world and across time. There are several programs within the series that could support learning about graphic novels.

1. “Journey to the West” is a classic Chinese story about the Stone Monkey King. In this program, you’ll find videos, texts, maps, slideshow of images, and connections to graphic novels. This unit would pair nicely with a study of Gene Luen Yang’s “The Shadow Hero,” a graphic novel about the Asian-American superhero, The Green Turtle. (Also, make sure to check out Yang’s other graphic novels.)

2. The video introducing “The Epic of Gilgamesh” presents comic book artist Jim Starlin. Starlin wrote a comic book series, “Gilgamesh II,” for DC Comics. Students might find it interesting to learn more about him as he is best known for re-inventing Marvel Comics superheroes, Captain Marvel and Adam Warlock. He also co-created Thanos and Shang-Chi, Master of Kung Fu.

3. Roy Thomas is another comic book artist featured in the program “The Odyssey.” Thomas was Stan Lee’s first successor as editor-in-chief of Marvel Comics. He is famous for writing graphic novels for “X-Men,” “Conan the Barbarian,” and “The Avengers.” He has also written titles for “The Odyssey” and “The Iliad.”

4. Lastly, the program on “The Thousand and One Nights” also features a comic novelist, Bill Willingham. He created the DC comics series “Fables” and wrote a comic novel entitled “1001 Nights of Snowfall,” which would be a nice pairing for this program. Students might get a kick out of studying how Willingham puts a unique spin on classic stories.

 

 

References

Brown, S. (2013). A blended approach to reading and writing graphic novels. The Reading Teacher, 67(3), 208-219.

Gorman, M. (2002). What teens want. School Library Journal, 48, 42-47.

Hassett, D. D, & Schieble, M. B. (2007). Finding space and time for the visual in K-12 literacy instruction. The English Journal, 97(1), 62-68.

Frey, N., & Fisher, D. (2004). Using graphic novels, anime, and the Internet in an urban high school. The English Journal, 93(3), 19-25.

McTaggert, J. (2008). Graphic novels: The good, the bad, and the ugly. In N. Frey, & D. Fisher (Eds.), Teaching visual literacy: Using comic books, graphic novels, anime, cartoons, and more to develop comprehension and thinking skills (pp. 27-46). CA: Corwin Press.

Schwarz, G. E. (2002). Graphic books for diverse needs: Engaging reluctant and curious readers. The ALAN Review, 3(1), 54-57.

Yidirim, A.H. (2013). Using graphic novels in the classroom. Journal of Language and Literature Education, 8. 118-131.

– See more at: http://learnerlog.org/acrossthecurriculum/how-to-use-graphic-novels-in-the-classroom/#sthash.VOYqNVXB.dpuf

Literatura televisada

Carlton Cuse, el creador junto a Damon Lindelof de Perdidos, todavía recuerda su paso por Madrid para dar una clase magistral. «Se me acercó un alumno y me contó que se había encerrado con una bolsa de maría y toda la serie,y así la vio completa. Había sido otra lectura», dice riéndose al comentar esa otra experiencia. Lo de menos en esta anécdota jocosa es la marihuana, el productor ejecutivo y guionista se refiere a esta historia para hablar de «la experiencia» en la que se ha convertido el medio televisivo: «Vivimos en una era en la que las series tienen una vida que no tenían antes. Ha habido una evolución en el medio, se consume de otro modo, como una historia completa, y a tu propio ritmo. Por eso creo que las series son los nuevos libros, una nueva forma de literatura», dice para resumir un sentimiento que baña la llamada edad de oro de la televisión.

Esta misma idea de la nueva literatura televisada la comparten tanto el público como la crítica, pero sobre todo los autores, los creadores o showrunners, término por el que se les conoce en inglés y que engloba el trabajo como escritor, productor y en algunos casos hasta como director. «Es el mejor trabajo: aúna las labores de producción, con el manejo de toda la serie, pero ante todo está la escritura», detalla Lindelof, pareja creativa de Cuse en Perdidos. «Disfrutamos de un modelo que nos permite hacer lo que hasta ahora las novelas han hecho a la perfección: contar historias largas, con personajes sólidos, y un arco dramático cambiante, algo que Dickens hacía muy bien. Este es un estilo al que hemos vuelto», explica Elwood Reid, showrunner de la serie The Bridge.

El punto de inflexión en la transformación que ha experimentado la llamada caja tonta hasta convertirse en una nueva literatura llegó hace diez o quince años. No hay una fecha exacta, pero sí un nombre: el de David Chase y su drama televisivo, Los Soprano. Antes hubo series que hicieron historia, como Canción triste de Hill Street o Twin Peaks. Y a principios de los noventa también destacaron nombres como el de J. J. Abrams o el de Joss Whedoncon series como Alias o Buffy cazavampiros. Pero Los Soprano, además de marcar el comienzo de la edad de oro, cambió la forma de narrar, acercándose más a lo que conocemos como literatura. «No hay duda de que, tanto en el desarrollo de los personajes como en el de las historias, la televisión de la última década está muy por encima de lo que puedes ver en cine», constata Nic Pizzolatto, novelista y autor de True detective. No es el suyo el único caso de novelista-guionista: Dennis Lehane, uno de los grandes de la literatura negra, es además productor y guionista de Boardwalk Empire. Como dice Jodie Foster, la actriz que ha dirigido algunos episodios de House of Cards y Orange is the new black, la televisión actual es un nuevo universo especialmente atractivo porque en él es la historia lo que cuenta. “Ann Biderman es ante todo y sobre todo una escritora”, subraya el actor Liev Schreiber sobre la creadora de Ray Donovan, otra de las series que ha destacado por el inteligente uso de las palabras.

Algo en lo que coinciden todos los showrunners —ya sea Michelle Ashford, creadora de Masters of sex; Ronald D. Moore, al frente de Outlander, o Matthew Weiner, autor de Mad Men— es en que se describen como escritores. Son un grupo de autores unidos por un uso particular de las palabras, que expresan a través de imágenes, y para quienes la regla de oro es «seguir lo que está escrito», no separarse del guion. «Yo te llegaría a decir que la televisión es el mejor teatro que se puede ver en la actualidad», añade otro de los creadores entrevistados por Babelia, el reverenciado Aaron Sorkin, guionista y dramaturgo además de showrunner de series como The Newsroom o El ala oeste de la Casa Blanca.

El espacio donde afloran las diferencias es en el proceso creativo. Por ejemplo, para Sorkin lo fundamental es el ritmo, el diálogo. Se considera un pésimo narrador, pero sus diálogos fluyen como si fueran música. Y, como buen escritor, le gusta trabajar a solas. Lo mismo les ocurre a otros autores como Pizzolatto con su True Detective o a Julian Fellowes y Downton Abbey. Dicen que lo que más aprecian de su trabajo es poder disfrutar de la soledad del escritor. Un caso notable fue el de Reid, quien no disimuló ante la prensa su alegría tras la marcha de Meredith Stiehm, cocreadora de The Bridge: “Finalmente estoy escribiendo la serie que quería escribir”, declaró entonces.

Todos vienen del campo de la literatura y esto puede explicar su búsqueda de la soledad, pero es algo excepcional entre los showrunners. La mayoría de los creadores aprecia el trabajo en grupo. «Lo mío es la colaboración. En la actualidad con Tom Perrotta y, por lo general, en una habitación llena de escritores. Las ideas son mejores si vienen de cinco o seis mentes», dice Lindelof, en cuya última serie, The Leftovers, ha unido su destino profesional al del novelista de Juegos secretos. Para Lindelof, la vida de un novelista es «una existencia muy solitaria». Para Cuse, «un dolor de muelas». Otros, como el matrimonio King —Robert y Michelle—, ni se plantean lo de encerrarse a escribir a solas: trabajan al alimón en el drama The good wife y se llevan la historia a casa, compartiéndola incluso con su hija durante las cenas familiares. Lo mismo ocurre con David Crane y su pareja, Jeffrey Klarik, autores de Episodes. «El proceso de creación es constante, en el coche, en la cocina… ¿Qué

asaría si…? Un infierno lleno de amor», dice Crane, que también estuvo detrás de la serie Friends.

Los Soprano, además de marcar el comienzo de la edad de oro, cambió la forma de narrar, acercándose más a lo que conocemos como literatura.

El llamado Writer’s Room o sala de guionistas es el centro de la creatividad para todos ellos. «El resto de la producción es el mal necesario», agrega Ashford. Lo importante son esas páginas que salen de la sala. Una habitación en la que, a juzgar por algunas de las descripciones, lo que ocurre es más parecido al baño de sangre de Juego de tronos que a un intercambio de ideas. Hay autores que dividen el trabajo por capítulos, según quién esté disponible. Otros —como los King— se fijan más en la temática, para dar con el experto en la materia. Ashford reescribe el texto una vez recibe el trabajo de los que están con ella en esa habitación. Weiner va a la defensiva cuando toca descuartizar el episodio que él ha escrito, pero acepta correcciones (aunque no siempre las siga). «Al final es tu nombre el que representa la serie», explica la autora de Masters of sex, contenta con esta continua colaboración, pero consciente de que escribir una serie no es algo que se ajuste a los mismos parámetros de un régimen democrático. «Lo ideal es alcanzar ese punto en el que todos pensamos como si fuéramos una sola mente», detalla Biderman.

 

Donde más se ve la mano del autor, donde su trabajo es más comparable al de un novelista, es en el piloto y en el final. La mayor parte de las veces ese primer episodio se escribe en solitario o llega muy perfilado a la sala de guionistas para encontrar allí más palabras, más diálogos. Los finales también suelen quedar reservados al autor. Hay quien jura y perjura conocer el final de la historia desde que esta arranca. «Ann es una visionaria», dijo el veterano intérprete Jon Voight sobre la creadora de Ray Donovan, quien, pese al férreo control que ejercía sobre su obra, ha aceptado «accidentes felices» como las improvisaciones del actor en el set. Pero saber adónde van con su obra no elimina la angustia del final. Así lo recuerda Vince Gilligan, autor de Breaking Bad, quien, pese a las buenas críticas recibidas por el final de su serie, vivió su puesta en página, primero, y luego en pantalla como una verdadera pesadilla, con una voz en su cabeza que le decía que no iba a ser lo suficientemente bueno.

En el caso de Cuse y Lindelof la voz fue real, la de los seguidores de Perdidos desencantados con un final que para sus creadores fue una «catarsis» que recibieron con lágrimas en los ojos. «Lo que también ha cambiado en la televisión es ese contacto más directo con tus seguidores», explica Lindelof, sabedor de que los escritores de series han perdido el anonimato en el que se movían. Ahora los showrunners son las nuevas estrellas. «Sabes que detrás de Breaking Bad está Vince Gilligan, y detrás de Los Soprano, David Chase. Hay un verdadero sentimiento de autor», añade. Un autor que nunca se puede permitir el temor a la página en blanco. No hay tiempo. Y que, curiosamente, a pesar de hablar todo el tiempo de la nueva literatura, apenas menciona un libro como fuente de inspiración. El cine europeo de Antonioni o Fellini es el referente de Cuse. E Ingmar Bergman, el de Ann Biderman, a pesar de que su madre era íntima de Allen Ginsberg y ella formó parte de la escena artística del hotel Chelsea. Cabe convenir con Reid en que al final la televisión hoy es el centro de una conversación «como la que antes manteníamos sobre libros y cine».

 

 

 

Fuente: Rocio Ayuso, El Pais, Babelia, septiembre 2013.

Emmanuel Carrère, el escritor perturbador

La sombra de una patología casi siempre oscurece los relatos de Carrère, un perturbador profesional que parece haber leído muy bien a Kafka porque saca sobrado provecho de la vida cotidiana para cimentar en ella los edificios de desasosiego y de angustia que acaba levantando. Desde El adversario (1999), la historia de la vida ficticia de Jean-Claude Romand y de su truculento final, y con Una novela rusa (2007) optó por una suerte de novela de no ficción cercana al reportaje o la crónica novelada, en la línea de Truman Capote en A sangre fría, convencido como estaba de que la novela no tiene por qué verse asociada por defecto a la imaginación, a la ficción, un criterio ciertamente interesante a estas alturas de la película, cuando “novela” ya es todo aquello que se lee como tal.

Desequilibrio e inestabilidad, y un carácter enfermizo que ahoga tramas engañosas que crecen en el libro como hiedras o enredaderas por la pared de una historia en apariencia trivial. Anagrama edita en español El bigote, cuyo original publicó POL en 1986, la inquietante historia de un hombre que, tras años de lucirlo, se afeita el bigote ante la inexplicable y sospechosa indiferencia de su esposa, Agnès, que le inyecta entonces una extraña y perturbadora sensación de enajenación, de hipotética locura, de pesadillesca aprensión, de posibilidad de confabulación. Carrère sitúa a su protagonista entre una broma insulsa y el horror absoluto con la facilidad aparente con la que un escritor novel redacta: «Era de noche y sin embargo llovía», o con la que Fredric Brown escribió en 1948 su célebre precedente del microrrelato: “El último hombre sobre la faz de la Tierra se sentó solo en una habitación. Alguien llamó a la puerta”: una frase banal, pero una frase extraña. El desasosiego nacido de la normalidad. Y en el caso de Carrère en la novela que nos ocupa, el horror nacido de una

situación doméstica, como efectivamente sucedía en Kafka, y en Camus, y en esos curiosos textos de Roald Dahl Relatos de lo inesperado. Con El bigote se ha recuperado una obra de Carrère del tiempo en que su creación dependió de la imaginación y la ficción se imponía en el texto, como sucede en la otra novela recuperada ahora, Una semana en la nieve (1995), una inquietante semana de colonias del Petit Nicolas, trufada de presagios y de augurios, como le gusta a Carrère y les gusta a sus miles de lectores.

El protagonista
se afeita el bigote
ante la inexplicable y sospechosa indiferencia de su esposa

Tal vez lo sea provocar tristeza o suscitar risa, pero no es fácil crear ansiedad o malestar de la mano de operaciones paradigmáticas y sintagmáticas, esto es, alineando palabras previamente seleccionadas en un texto que altere el estado emocional de un lector. Eso lo sabe hacer Carrère francamente bien, sin necesidad de acudir a la literatura de género, simplemente eliminando lo superfluo y quedándose con lo útil, explotando hasta el final la idea de espontaneidad ficticia, jugando al ready made narrativo, escribiendo prosa con una naturalidad inusual, sin los abalorios que pudieran hacerle recordar al lector que lo que está leyendo es retórica narra

situación doméstica, como efectivamente sucedía en Kafka, y en Camus, y en esos curiosos textos de Roald Dahl Relatos de lo inesperado. Con El bigote se ha recuperado una obra de Carrère del tiempo en que su creación dependió de la imaginación y la ficción se imponía en el texto, como sucede en la otra novela recuperada ahora, Una semana en la nieve (1995), una inquietante semana de colonias del Petit Nicolas, trufada de presagios y de augurios, como le gusta a Carrère y les gusta a sus miles de lectores.

El protagonista
se afeita el bigote
ante la inexplicable y sospechosa indiferencia de su esposa

Tal vez lo sea provocar tristeza o suscitar risa, pero no es fácil crear ansiedad o malestar de la mano de operaciones paradigmáticas y sintagmáticas, esto es, alineando palabras previamente seleccionadas en un texto que altere el estado emocional de un lector. Eso lo sabe hacer Carrère francamente bien, sin necesidad de acudir a la literatura de género, simplemente eliminando lo superfluo y quedándose con lo útil, explotando hasta el final la idea de espontaneidad ficticia, jugando al ready made narrativo, escribiendo prosa con una naturalidad inusual, sin los abalorios que pudieran hacerle recordar al lector que lo que está leyendo es retórica narrativa que pretende ser real. Pocos lectores presagian el gore en una narración límpida y en apariencia costumbrista y con toques de humor, en la que Carrère escribe con la neurótica meticulosidad, el laconismo y la parataxis del nouveau roman. El bigote es un ejercicio kafkiano de narración psicopática que juega desde el principio con el pacto narrativo y la fingida ingenuidad adánica del lector, que aguarda que la solución que tiene en su cabeza sea la que el autor ha pensado, en una suerte de extraña pero tentadora partida de ajedrez en la que perder no resulta una derrota porque llegar al movimiento final de El bigote ya de por sí resulta una recompensa.

PD: Una frase clave: «¿Para qué limpiar los instrumentos del crimen si el cadáver se ve a la legua?».

El bigote. Emmanuel Carrère. Traducción de Esther Benítez. Anagrama. Barcelona, 2014. 179 páginas. 14,90 euros

Abren biblioteca flotante en barco atracado en Nueva York

    • La única prohibición es usar dispositivos electrónicos

El espacio busca brindar a sus visitantes la oportunidad de leer al aire libre

NUEVA YORK, ESTADOS UNIDOS.- El pasado 7 de septiembre la artista estadounidense Beatrice Glow inauguró  en un barco atracado en Nueva York, una ‘biblioteca flotante’ que busca darles a los habitantes de la ciudad la oportunidad de reencontrarse con la lectura, en un espacio público y al aire libre.Montada durante el mes de septiembre en el barco museo Lilac, anclado en el lado oeste de Manhattan, el proyecto de arte ‘Biblioteca Flotante’ intenta ofrecer a los neoyorquinos la oportunidad de convivir en un espacio ajeno al consumismo, donde la única prohibición es usar dispositivos electrónicos.

“Hace como 18 meses, sentí que ya no existían espacios públicos en la ciudad de Nueva York por la excesiva privatización de los espacios, y que la gente ya no tenía lugar para pensar o soñar sin necesidad de un teléfono celular o sin tener que interactuar con una pantalla”, dijo Glow.

En entrevista, la artista indicó que el concepto de crear una biblioteca en un barco resulta muy adecuado porque ofrece a las personas la sensación de que ya no están en tierra firme y de que pueden tomarse la libertad de desconectarse de sus dispositivos electrónicos y relajarse.

La librería incluye unos 50 títulos, muchos de los cuales son libros artesanales, hechos a mano, o ediciones únicas de escritores emergentes, aunque se pueden también encontrar obras de literatos consagrados, como Paul Auster. Glow se considera la iniciadora de un proyecto en construcción, que fue montado por el trabajo de más de 40 voluntarios y artistas que donaron su tiempo y su obra para acondicionar un espacio colectivo, donde se llevaran a cabo performances y mesas redondas, en las que cualquiera tiene cabida.

“Lo que hice fue crear un infraestructura para interactuar, con muchos espacios, para que la gente se pueda sentar a leer o a conversar. Pero lo más importante es que tenemos muchos talleres y mesas redondas, donde no puede haber personas en un nivel por encima de otras”, asentó.

La artista resaltó que al final de cuentas la biblioteca flotante es “un experimento social” para ofrecer un remanso de tranquilidad en un espacio de convivencia horizontal, donde nada se debe comprar o consumir y donde la interacción directa tiene preeminencia sobre la comunicación virtual.

Laura Hernández, visitante al proyecto, declaró que una iniciativa como la de Glow atrae a “todo tipo de personas” en Nueva York, desde artistas y editores, hasta personas que se interesan primariamente en las actividades marítimas y los barcos.

“La gente esta absorta en la tecnología y en sus propios problemas. Están muy centrados en sí mismos porque no quieren molestar a otras personas ni nada parecido, así que creo que el barco es una buena manera de que la gente se desconecte de la tecnología y recupere su espacio”, dijo Hernández.

The Mothers Who Killed Jewish Children: Wendy Lower on Hitler’s Furies

Nir Cohen met Wendy Lower during a visit to London to discuss how ordinary women became murderers in service of the Nazi regime
Wendy Lower’s Hitler’s Furies (Chatto&Windus) tells the largely overlooked history of women who helped facilitate and often took an active role in the murderous project of the expanding Reich. Exploring the lives of 13 individuals, Lower weaves a complex story that goes against the well-trodden narrative of women – those employed in the camps excepted – being merely bystanders and often innocent victims of a cruel and sadistic regime. It purports to revise a history that has portrayed German women as loving wives and dotting mothers, oblivious – for the most part – to the atrocities carried out by their government and its agencies.


The book takes a similar approach to Christopher Browning’s Ordinary Men (1992). Lower attempts to square the violent actions of German perpetrators with their alleged normality. She focuses on the female counterparts of Browning’s men. Her subject matter is the young secretaries, nurses, teachers, wives and lovers, who moved eastward in the early 1940s in search of a career or romance. For many, however, the eastern sojourn was more than just about bettering their lives as they became immersed in Nazi ideology and implicated in the regime’s killing machine.
“You can’t understand genocide as a collective, state-sponsored crime and leave half of the population out of it,” says Lower. “In the case of male perpetrators, there are many well-researched and defined types – ordinary men, desk murderers, sadists, soldiers, doctors. This book is an attempt to think about how women also fulfilled various roles and suggest new typologies that would not only include women but also women and men working together”.
Q. While the book has academic depth and scope, you write in a biographical and accessible style.
A. Yes, I wanted to attach human faces to events. I intentionally selected individuals who represent the different groupings I wanted to discuss – the wives, secretaries, nurses etc. I was interested in writing about these women’s pre-war years of socialization as well as what happened to them after the war – how they talked about their experiences in the east, if they did at all, and what they did or was done to them.
These women were young and they had ambitions and career aspirations. We can all relate to the idealism and naïveté they had as young women. But then they volunteered to be in these actual operations. I wanted to show that transformation because of course after the war they didn’t go on to become homicidal maniacs. It’s important to see how normal, ordinary women got sucked into this horrific setting.
Q. Do you think they ever saw their actions as morally wrong?
A. It’s hard to get into their heads. As you might expect, evidence suggests that women who showed remorse – that’s too strong a word, maybe I should say shame – also felt dismayed at what they saw during the war but they felt helpless. So there is some continuity there. But I can’t tell what those who were strongly implicated and bloodied their hands felt about it after the war. They didn’t confess unless under duress – they lied about or denied their past, or simply remained silent. I suspect that they were resistant to feelings of remorse. The individuals who became perpetrators were invested in the Nazi ideology and they wanted that revolution to be successful. Their identities were totally wrapped in that. Some of the individuals still got together after the war through social networks, which shows a complete lack of repentance.
Q. How do you explain the reluctance of the West German legal system right after the war to prosecute and convict those who took part in the Nazi killing machine?
A. There were so many issues to be dealt with after the war. There was a generational shift in term of persecutors who were pushing these cases but couldn’t get convictions because of older and conservative judiciary. They tried to push convictions of murder based on a much older system. Simply put, their laws didn’t fit the crimes. And not enough time had passed for people to want to push convictions and start seeing Nazi perpetrators with vengeance and animosity. The gender issue made things even more complicated. In the case of women defendants, perceptions of culpability get wrapped up in the image of women’s innocence, the belief that they couldn’t commit such crimes.
Q. It was very different in East Germany.
A. Yes. The Soviet and German systems were mixed in East Germany and the crime of genocide was incorporated into the East German system. Erna Petri, one of the women whose stories I tell in the book, was convicted of multiple crimes, not just murder but also crimes against humanity.
Q. You describe horrible cases of violence and sadism in the book. As a long-term Holocaust scholar, have you become immune to dealing with such atrocities?
A. No, you don’t become immune. It’s true that over time – especially as you focus on numbers – you can lose sight of the magnitude of the Holocaust and the individual impact it has had. But then you read a testimony of a survivor and it all takes another dimension. That is why I was trying to focus in my book on individual stories.
Q. How would you answer to those who claim that we suffer from Holocaust fatigue?
A. I do hear it a lot, also in the publishing world, where some think it’s a popular topic that sells but others believe the market is flooded. I am concerned that there will soon be an assumption that we know all that there is to know. The Holocaust is the best-documented genocide and there is still so much that can be discovered and studied. My book is one example, and I hope it will lead other researchers to go back to other genocides and ask similar questions. Or go back to the Holocaust and look at more case studies. There are many histories that haven’t been written yet about the Holocaust: immigration of both perpetrators and survivors after the war, juridical issues and courtroom cases, medical issues related to physical depravation and starvation. Only recently we learned that there were in fact 40,000 camps throughout the German empire, we need to know the history of these places. We’re still in the aftermath of it all and I’m still talking to survivors and perpetrators. Every day they’re passing, but the landscape is still there. 70 years is nothing in the grand scheme of things especially for something of that magnitude.
Q. On a more personal note, what attracted you to this specific issue of the Holocaust?
A. I don’t have a Jewish background. I came to the subject matter because I was interested in German history. I studied in Vienna in 1985-86 at the time Kurt Waldheim was elected as President, and I took note of the controversy about his past. I was aware of the Holocaust from an early age, I remember a survivor coming to my school in New Jersey to talk to us. Later as an academic I started researching it in archives and through testimonies. It feels like a moral duty, to bring these stories out. We all share some responsibility for what happened and that is what keeps me going.
Q. You live part of the year in Munich. Is the war still felt on the German street today?
A. Yes, it’s ever present though there is awkwardness about it and people may not like to talk about it. Germany is a model for how a post-genocidal society can deal with its past. It’s not perfect and there is a lot I can criticise – lack of convictions in West Germany is one thing, although it was even worse in Austria – but the resources are there and investigations are carried out. The memorial work that has been done is wonderful but it is not going to sustain research in the future. There is currently an initiative to set up a research institute similar to those at Yad Vashem in Jerusalem and the Holocaust Museum in Washington DC. Memorials are important but we need to think about training the tour guides of tomorrow and developing the curriculum for future generations.
Hitler’s Furies: German Women in the Nazi Killing Fields is out now.
Author:
Nir Cohen

Tiempo de morir

Decidimos entrar en el matrimonio con la alegre certeza de quienes entran en su perdición y lo disfrutan. No es que no nos guste la intimidad; a ella debemos una serie de canon­jías insospechadas porque, hay que decirlo, él y yo no éra­mos tenidos como personas respetables, quiero decir, no éramos de fiar. Por lo demás, no me parece que esto fuera injustificado, porque no hay nada de respetable en eso de entrar caprichosamente a los mingitorios, por ejemplo, a escribir cosas. Mejor dicho, a uno, su favorito. Ignoro lo que escribirá; no es eso lo que me importa. El y yo lo decidimos así: cada quien su vida. Se trata de mí, de tener que mirar siempre la misma fachada, esperándolo. ¿Tiene esto algún sentido? Temo que igual que lo otro, estos deseos también se hallen corrompidos por la urgencia o el deber, por la necesidad de cumplir con la imagen que nos hemos impuesto. Antes tuvimos que padecer en silencio el rechazo que los demás se empeñaban en hacernos evidente —nuestra indignidad no se debía a otra cosa que a nuestra situación de solteros—, y hoy, en cambio, podemos agradecer a nuestro estado civil, o al desprecio hacia todo a que éste nos ha llevado, la relativa facilidad con que podemos ocuparnos de cumplir nuestros deseos sin ser recriminados mayormente. Ya no resultamos ostentosos: estamos felizmente casados. Pero queda un estigma: él sigue exhibiendo su antigua libertad como si fuera la de hoy. No obstante, poco a poco hemos ido ple­gándonos a las fatales convenciones que en un principio nos resultaron hasta divertidas, inmersas en el hálito misterioso que rodea todo lo nuevo. A veces pienso que todavía nos quedan muchas cosas por compartir. La noche y la memoria quizá también la indiferencia. O quién sabe. A lo mejor tam­poco eso.

A él le gustaba asistir a lugares donde no era conocido Nunca echó raíces; su día estaba constituido de pequeños fragmentos imposibles de relacionar, pero carentes de toda significación. De toda una serie de actos recurrentes nunca pudo sacar nada en claro, por la sencilla razón de que no había nada que sacar: siempre que podía, evitaba con­cienzudamente nutrir cualquier idea o seguir una conver­sación que empezara a incursionar más allá de lo trivial. Tampoco permanecía en el mismo sitio demasiado tiempo. Le aterraba ser reconocido por alguien, ser buscado, invitado. Su terror partía de la necesidad de no ser identificado ni identificar las cosas como familiares. No tener que definirse. Ser cómodamente anónimo. Libre. Y ser libre era entonces ser informe.
De vez en cuando asistía a los baños generales con la ilusión de encontrarlos casi vacíos; evitaba todas esas miradas ante las que sentía la necesidad de justificar algo. Le bastaba decirme que iba con T. para que yo comprendiera. No era T., no era alguien en particular. Pero siempre hay que poner nombre a las cosas, por eso todos esos cuerpos se resumían en T. Cuerpos grandes y pesados, ágiles, escuálidos, o nin­guna de esas cosas. Hermosos cuerpos amorfos; cuerpos sin ojos. A veces, le bastaba con rozar una pierna tibia sin rozarla, o mirar una instantánea, única vez otros ojos para después rechazar esas naturalezas masculinas sin redondeces que deformaran la perfecta erección de su altura mientras él, casi acostado, los veía de arriba abajo sin emoción. El entusiasmo por hacer cómplices a quienes no lo conocían y en pocos minutos lo olvidarían por completo lo impulsaba a llevar los contactos furtivos un poco más allá de lo ambiguo. Y luego, salir casi de inmediato a respirar el aire atestado de otros vahos y tomar algún café; hojear alguna revista o entrar a escoger largamente un disco que no iba a comprar. Más tarde venía por mí. A las siete. Entonces, mi cuerpo abría una ven­tana y poco a poco, a hurtadillas, entraba el placer.

portada-surcos.jpg

A intervalos, pero de modo muy lento, nos fuimos ha­bituando a otras costumbres. Por mi parte, adopté partículas entrecortadas de una lengua desconocida hasta ese momento, comencé a hablar con demasiada frecuencia de la cocina, el lima y las últimas noticias, es decir, de todos aquellos lunares comunes con los que compartía la dicha de una vida sin implicaciones. Comencé a disfrutar del placer de recono­cerme cada día, idéntica y fiel a la persona que había sido el día anterior. El, en cambio, permanecía inmaculado. Ser fiel a sí mismo significaba repetirse, traicionar. Pero en ambos casos nuestro verdadero mundo permanecía oculto, y esa superioridad nos aislaba de un modo sorprendente del juego que nos incluía y nos hacía identificables. Por las noches dejábamos a sus padres en la compañía de los nietos que raramente disfrutaban con sinceridad, y salíamos a toparnos con una ciudad tibia y llena de esperanza. Nos entregába­mos a la mañana de una noche que se abría para recibir nuestros mustios cuerpos anhelantes de observarlo todo, de embeberse de todos sus rincones. Para él hubiera sido insulto hablar de lo ridículo que lucía con esa ropa anacrónica y envejecida con deliberación. Amaba los sombreros tanto como su pasado liberal. Es curioso que ahora lo refiera de este modo, porque entonces me resultaba encantador. Me gustaba que sudara, por ejemplo. Ahora lo detesto. Pero en ese tiempo, un agradable tedio nos hacía disfrutar de todo lo que considerábamos sensual. Y sudar era algo espantosa­mente sensual. A veces entrábamos separadamente en un bar y yo me alejaba para observarlo a distancia. Al invitarme, algunos minutos después, a compartir lo que de este modo podía resultar más interesante, ambos teníamos que admitir que la secreta complicidad que nos unía, obraba también en nuestra contra. Más tarde nos dirigíamos silenciosos a nuestra cama de esposos, y eso bastaba para que una distancia se nos interpusiera. Yo comenzaba a desvestirme dándole la espalda y él, sin notarlo, se volteaba hacia el lado opuesto, durmién­dose a los pocos segundos. Pasaría algún tiempo antes de que el sueño que súbitamente lo invadía todo fuera más un motivo real de incomunicación que una tregua: nuestras na­turalezas están confeccionadas con tal meticulosidad que la memoria, siempre acechante, nos libera con cierta eficacia del apuro de la inconstancia. El temor que se oculta entre las valvas de nuestra noche era entonces sólo bálsamo y descanso.

No recuerdo cuándo empecé a disfrutar de la tristeza que mi adaptación le causaba. Él hubiera deseado que me buscara un amante, que intentara una vida alejada de lo vulgar, como la que antes compartíamos. Con su curiosidad antigua me miraba sin comprender la traición que con ello hacía a mi posible adulterio, mientras yo le sonreía, invadida de una extraña generosidad. Empecé a ocupar mis horas al lado de Alicia, mi cuñada, y de mi suegra. Tenaces como pulgas, los niños rondaban entre tanto, gritando, jugando, gritando:

Juan Pirulero mató a su mujer
con siete cuchillos y un alfiler;
todos creyeron que era un cordero
pero era la esposa de Juan Pirulero.

Hablábamos de los quehaceres, de los deberes, de los ciclos. Los rituales cotidianos nos hacían sentirnos seguras, próximas a la tierra; la purificación del diálogo incansable nos aislaba del miedo. Pequeños incidentes, como el hecho de que María, o Alberto, o Ramón sufrieran algún percance insignificante, cortaban la conversación por momentos y yo me regalaba, al tiempo de levantarme, una modesta convicción: «soy una fracasada», y me agradecía en silencio el placer de las humildes satisfacciones que la vida aún podía reservarme. Extraña­mente, era feliz. Las visitas al interior de mis deseos eran cada vez menos frecuentes y la ausencia de caricias se fue volviendo una costumbre. Habíamos aprendido a expresar nuestro afecto a través de la tradición y la vida en familia a que nues­tros parientes nos habían orillado con un esmerado pro­teccionismo, aunque no recuerdo que él hubiera estado en esas tertulias presente del todo sino muy rara vez. Yo hablaba por su boca y eso era suficiente. Desconocía sus gustos y opiniones deliberadamente con el fin de reinventarlo, y él se ocupaba de aprenderse con aplicación. Trataba de hacer su­yas todas esas frases que no entendía y que se referían a su persona, y asentía con deferencia. Muy rara vez la distracción permitía que se hiciera algún silencio y entonces la angustia se nos metía entre la ropa, desconocida y perfecta. Empezamos a salir con menos frecuencia y a hacer más sencillas nuestras diversiones: al cine más próximo, al restaurante de la esquina. Él, sin embargo, buscaba con cuidado el momento más pro­picio para exhibir su disidencia. Se conformaba con poco; un tímido grafitti, una provocación. Y una atención moderada cuando exponía sus fingidas hazañas con demasiado aparato. La última de ellas había sido proponerme matrimonio.
¿Nos proponíamos imitar a nuestros padres, o una suerte de designio nos empujaba a actuar como ellos? Se hubiera podido registrar con precisión, de haberlo querido, la causa por la que esa suerte de complicidad se nos infiltraba cuando coincidíamos en la misma reflexión: desayuno a las ocho / ni­ños a la escuela / trabajo / breve intercambio con el café; niños del trabajo / parque / trabajo / cena y sueño: mirábamos nuestro pasado con desconfianza.

A nadie se le puede reprochar que odie y ame a la vez, así que ¿cómo saber lo que él y yo hubiéramos querido recriminarnos cuando nos mirábamos? Una tibia sonrisa: difícilmente podía convencerme de que algo iba a cambiar y sin embargo tampoco lo deseaba. Me gustaba verlo frente al televisor, gastando sus horas con indolencia; me gustaba que todo fuera siempre tan igual. Una muerte decorosa y a tiem­po es todo lo que puede honestamente desearse, pensaba.

Los niños duermen; casi puedo oír el suave ritmo de sus pulmones y él está terminando de desvestirse: «este muñequito de hule ya se va a dormir», pero antes, apenas unos instantes, una larva pálida y sin esperanza: un sexo. Lo tomo con cautela entre mis manos y lo beso. También hubiera querido estrujarlo, torturarlo y morderlo y no obstante, lo beso con suavidad en espera de mi próxima ocasión de brillar: la comida, la limpieza, una fiesta de cumpleaños.

La espera, 1986

Perea, Héctor (1992). De surcos como trazos, como letras. Antología de cuento mexicano finisecular, México: Conaculta.

Los 4 libros básicos de Claudio Magris

A continuación proponemos cuatro lecturas indispensables para conocer al ganador del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2014.

Constante candidato al Nobel de Literatura, Claudio Magris es un defensor de los relatos híbridos, donde coinciden por igual la crónica, el ensayo o la autobiografía. Sus reflexiones siempre tan lúcidas como cercanas, apelan a una literatura sencilla mas no complaciente y que nos invite a repensar en nuestro tiempo.
Proponemos pues cuatro lecturas indispensables para descubrir qué lo hizo ganador del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2014.

4 libros básicos de Claudio Magris

Claudio Magris. El Danubio. Anagrama .Trad. Joaquín Jordá. 370 pp.
Obra que ha sido calificado como “un maravilloso viaje en el tiempo y el espacio”. En palabras de su autor, es ‘una especie de novela sumergida: escribo sobre la civilización danubiana, pero también del ojo que la contempla’, y fue redactado ‘con la sensación de escribir mi propia autobiografía’. El narrador recorre el viejo río desde sus fuentes hasta el Mar Negro atravesando Alemania, Austria, Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia, Rumanía, Bulgaria mientras recorre al mismo tiempo la propia vida y las estaciones de una cultura contemporánea, sus certezas, sus esperanzas y sus inquietudes.

Claudio Magris. A ciegas. Anagrama. Trad. J. A. González Sáinz. 373 pp.
Encerrado en un sanatorio mental, ‘Salvatore Cippico’ rememora lo que ha sido su vida, que atraviesa los horrores del siglo XX, al tiempo que representa la dignidad de quien se sacrifica por una causa universal. Fue militante del partido comunista, combatió en la Guerra Civil española, luego fue militar del ejército yugoslavo en la Segunda Guerra Mundial. Lo deportaron al campo de concentración de Dachau y, posteriormente, fue a parar al gulag de Goli Otok. En los años cincuenta, emigrará a Australia, donde un siglo atrás también terminó sus días el danés Jorgen Jorgensen, quien pasará de autoproclamarse rey de Islandia a ser condenado a trabajos forzados en Australia. Un delirio de voces en el que resuenan las de otros malogrados revolucionarios perdidos en los pliegues de la historia. Magris recuenta aquí los restos de un naufragio colectivo y ofrece una meditación acerca de la utopía como la última odisea posible, sin esperanza de retorno a casa.

Claudio Magris. Utopía y desencanto. Anagrama. Trad. J. A. González Sáinz. 361 pp.
Compilación de ensayos publicados entre 1974 y 1998, donde el italiano analiza la condición humana e histórica de nuestro tiempo, a la par que combina fulminantes comentarios acerca de los caprichos de la Historia. Sus reflexiones se entretejen con reflexiones literarias. Todo en su conjunto es un lúcido mosaico a través del cual, Magris nos invita a enfrentarnos con la crisis de los grandes sistemas de valores y de los proyectos para ordenar el mundo. Nos pone así frente a la realidad, quitándonos la ilusión de redimirla para siempre, pero no la desilusionada e invencible esperanza de corregirla.

Claudio Magris. Alfabetos. Anagrama. Trad. Pilar González Rodríguez. 412 pp.
Éste es un viaje para descubrir los libros, a sus autores y a nosotros mismos. Comienza en las lecturas de la infancia y la adolescencia, esos libros que contagian el placer de la lectura. Luego están los libros que nos han formado, que nos han herido y que han sabido también curarnos. Los libros que permiten conocer y ordenar el mundo. Sobre todo, los que ensanchan los confines de la literatura y transportan más allá de ésta. En el corazón de este volumen está la crisis que se extiende desde el siglo XX hasta nuestros días. Magris busca las raíces de esta crisis en el Romanticismo y la rastrea en las tragedias que han marcado nuestra historia reciente.

 

 

Fuente: Aristegui Noticias/libros

R A S A B A D Ú

Antes Rasabadú andaba por toda la bodega pregonando viejas noticias de cuando nació: “Fidel Castro ha muerto…”, o tal vez: “Nada detiene el derrumbe de la Bolsa Mexicana de Valores…”. En esos entonces Rasabadú no comprendía sus noticias, sólo gustaba de repetir lo escrito en el papel periódico con el que fue hecho en origami. Su voz, ahora sólo lamentos, era un chasquido como cuando se cambia una hoja.

Algunos escarabajos le aseguraban que el papel no podía tener vida, que no era natural, pero Rasabadú qué iba a saber de eso, si a duras penas entendía que fue concebido por las manos hábiles de un velador que tiempo atrás había renunciado a la existencia. Otros, como la tarántula, lo veían con recelo y le decían: “Los dragones estornudan fuego”. Rasabadú, mientras movía la cadera para que su cola se agitara de derecha a izquierda, respondía: “Pero yo no voy a estornudar nunca”, intuyendo que eso del fuego era algo malo. Y continuaba con su caminar lento, cuidando que no se lo llevara el aire que se colaba por los vidrios rotos, con aquellas piernecillas rechonchas y sin articulaciones. No obstante los cuidados, a veces era zarandeado por un viento demasiado rugidor, y mientras esperaba estrellarse contra el piso agitaba las alitas atrofiadas de su espalda y les sonreía a todos desde las alturas.

Para el dragoncito, la bodega, llena de apiladas cajas polvorientas, era el mundo entero. Otros, como las moscas, sabían que existía algo más allá de la puerta, pero les gustaba mucho vivir allí.

“Billy Corgan murió de sobredosis”, les dijo a unas ratas. Ellas sólo asintieron sorprendidas, pese a haber escuchado esa noticia decenas de veces y no saber quién fue Billy Corgan. “Todo indica que el nuevo Papa será estadounidense”, le dijo a una cucaracha que estaba arriba de otra cucaracha.

Luego supo qué tan malo era el fuego cuando lo del corto circuito del viejo radio; se propuso nunca, pero nunca, sacar aire tan fuertemente como para llamar al incendio que vive, según la tarántula, en su vientre.

Ahora las noticias no le importan: hace una semana cayó un aguacero que se filtró por el techo de lámina; unas gotas le salpicaron en su hocico-nariz en donde se le hacían hoyuelos al reír cuando escuchaba a una golondrina. “Qué buen chiste”, creía pensar, pero en realidad sólo eran trinos. Su hocico-nariz se corrugó con el agua… y se resfrió.

Hoy día se la pasa debajo de una silla rota, con el dedo muy cerca de la nariz, presto a inhibir el estornudo fatal: no quiere unirse a Fidel, a Billy, al anterior Papa, a la Bolsa Mexicana y al velador. Para los demás tampoco será fácil, aunque quizá logren escapar, ¿pero Rasabadú cómo podrá evitar a Rasabadú?

De vez en cuando piensa en el radio: “Él sí tenía cosas lindas que contar”, recuerda melancólico y de pronto le vienen en torbellino las imágenes de cómo sacaba chispas y se derretía.

Rasabadú quiere creer que cuando estornude escupirá confeti, mucho y de muchos colores. La tarántula dice que será fuego y que todos, hasta la bodega, morirán por su culpa. Lo único cierto es que él ya no tiene cabeza sino para estar triste y con mucho miedo.

Su resfriado aumenta, sus fuerzas menguan. No quiere morir derretido, no quiere acabar con el mundo entero.

“¿Será fuego o será confeti?”, pregunta titubeante una mosca a otra, mientras ven desde arriba al dragoncito de papel: arrebujado, con las orejas ya sin gallardía, con la mirada seca de tanta nostalgia y aquellos temblores con que despierta de las pesadillas.
“Es cuestión de esperar”, responde suspirando la otra mosca: “sólo de esperar”.

Édgar Omar Avilés

Nació en Morelia, Michoacán, el 22 de mayo de 1980. Narrador. Egresado de la licenciatura en comunicación social en la UAM-X y de la generación XXIX de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Cursa la maestría en filosofía de la cultura en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Fue alumno del taller de narrativa de Alberto Chimal durante cuatro años. Miembro del consejo editorial de la revista de literatura Viento en vela (merecedora de la beca Edmundo Valadés 2007, para revistas independientes). Colaborador de revistas, suplementos y sitios de internet como Acento, Arena, Asfáltica, Blanco Móvil, El Ángel, El Puro Cuento, Fahrenheit, La Jornada Semanal, La Risa de la Hiena, Molino de letras, Underwood, Opción, Punto de Partida, Registro, Sábado, Sub, Texté Breves Literaries, http://www.axxon.com.ar, http://www.ficticia.com, http://www.heavyglow.net, http://www.losnoveles.com, http://www.osiazul.com, http://www.smokelong.com, entre otras.

Cuando el escritor es un ‘sex symbol’

Pierce Brown, autor de una célebre saga de ciencia ficción, es tan famoso por su cuerpo como por sus libros. ¿Será su caso la norma en la era de la autopromoción?

Pierce Brown

Dijo J. D. Salinger que lo que amaba de los libros era cerrarlos e imaginar que el autor podría ser su amigo. Le gustaba la novela si esa sensación le invadía después de leerla. Pero hay mucha más gente que ha dicho lo contrario: cuánto desearía un lector tomarse no una cerveza, o dos o tres copas con visita posterior a su casa de un autor, después de ver su foto en la solapa de una novela. Al menos es lo que sucede con Pierce Brown, el he-man de los escritores actuales. Sus continuas fotografías en Instagram (con todos los accesorios del seductor de seguidores digitales modernos: un perrito, un gato, las montañas al fondo, la pose de El pensador de Rodin, la mirada al infinito, la mueca seudobromista pero picarona tocado con corona de cartón en un restaurante de comida rápida) le han valido al autor de la saga Red Rising un artículo en el portal Buzzfeed en el que se analiza su cuenta con el esmero detallista con el que se habla de un párrafo del Ulises de Joyce.
Este novelista firmó un contrato con Random House a los 23 años y sus obras para jóvenes han gozado de un cierto tirón, pero son sus selfies lo que dispara su verdadera popularidad; en las mejores, podría pasar por un sustituto de Robert Pattinson en Crepúsculo si este pillara una mala gripe en el primer día de rodaje. En las peores, sería un tipo al que arrimarle en un bar. De él se ha dicho que no es justo tener un buen físico y éxito juntando letras. Que la manía de los medios de comunicación de poner tanto interés en el físico nos llevará a todos a la ruina. Si en la cultura rápida la imagen es lo principal, la literatura (sobre todo la juvenil) debería ser el refugio donde esta no tuviera importancia. El frente del niño acomplejado por los otros alumnos de su clase, como el lector de La historia interminable. Una fuente de consuelo. Un fuerte de emoción pura sin prejuicios.
Pero no por eso la narrativa adulta se libra de este efecto. El autor del momento, el noruego Karl Ove Knausgärd, fue aupado por la revista Elle de su país como el hombre más sexy del año. Algo que no tendría demasiada importancia si el autor de una biografía brutal en seis volúmenes (titulada Mi lucha y publicada aquí por Anagrama) no se hubiera convertido en un éxito mundial.
Infinidad de artículos se preguntan el porqué del éxito de su propuesta literaria suicida y muchos de ellos dicen que su físico ha tenido que ver. De hecho, The Wall Street Journal llegó a proponer una encuesta titulada Brad Pitt y Karl Ove Knausgärd: ¿separados en el nacimiento? para subrayar su parecido y en la que los lectores debían votar quién preferirían que les leyera en la cama una historia para dormir.

Incluso alguien que se presenta como recto y honesto como Jonathan Franzen no tuvo problema en subrayar hace dos años en The New Yorker, al hilo de la poca simpatía que despertaba Edith Wharton, que “no era guapa”.

La cuestión se recrudece si la protagonista es una chica. Sucedió hace unos años con Nell Freudenberger. A los 26 años The New Yorker publicó su relato Lucky Girls. Su prosa no pasó desapercibida, pero tampoco su físico. Entre el comentario cuñadístico, el cauto o el machista directamente, fueron muchos los que se animaron a preguntarse las razones para darle tanto protagonismo. Uno de los más célebres fue el que publicó el portal Salon.com, con el título Too Young, too pretty, too succesful, que los unía todos: desde la suspicacia inicial ante una mujer guapa que escribiera tan bien hasta la rendición ante su prosa (un grupo de amigos hojeando la revista y buscando, entre cerveza y cerveza, razones, movidos por el deseo, la envidia y la admiración genuina).

Las listas de autores más guapos y guapas aparecen regularmente en internet e incluso existen Tumblrs específicos. En The Washington Post un autor apunta que siempre ha sido así y en otros se dice que esa guapura puede jugar en contra de que se tome en serio la obra (algo así como lo que dijo Cristiano Ronaldo: “Me tienen envidia porque soy guapo, rico y un gran jugador”; incluso Artur Mas llegó a soltar en una entrevista: “Me ha perjudicado esta pinta de guapo y de primero de la clase»).

Hace unos años, la revista Canteen fue más allá y formuló, incluso, una especie de manifiesto acompañado de fotos sensuales de algunos nuevos novelistas, en el que proclamaba: “Los escritores han perdido su lugar como héroes culturales. ¿Pero por qué no pueden por lo menos competir con las estrellas del pop en su terreno? ¡Promovamos a los escritores como sexy y fabulosos!”. Ese rapto eufórico no sería muy difícil de rebatir y de hecho fue contestado con saña en su momento.

También, regularmente, se publican ensayos sobre cómo ser guapo puede revertir en un 12% más de sueldo (un estudio de la Universidad de California, aunque lo podría haber hecho cualquier otra), así que muchos ven justo que al menos en el terreno literario eso no cuente tanto y que si hay que leer a autores agraciados como Paul Auster o Joan Didion no sea por su fotogenia.
Ninguno de los críticos dice en serio que no se pueda ser bello/a y escribir, pero cuestionan su uso con fines comerciales. La ya mencionada articulista de Flovorwire se fija en una de las fotos destacadas por BuzzFeed. Bajo el epígrafe “¡Y le gusta leer!”, Pierce Brown aparece vistiendo una camisa a cuadros, con las gafas de pasta a horjacadas sobre la nariz, la luz tenue, y, efectivamente, leyendo un libro. La periodista Emily Temple anota: “Pero Pierce Brown está leyendo su propio libro (en cursiva en el original). Y en realidad sólo está mirando un mapa. Y ha dejado las tapas del libro en la mesa y abiertas para que veamos de forma poco casual lo que tenemos que comprar clarísimamente. Y encima de esa portada ha dejado un par de gafas por alguna razón desconocida, ya que lleva unas puestas”. El mundo de la imagen es a veces más duro que el de las letras.

Fuente: Miqui Otero, El País, Libros, septiembre 2, 2014.

Las intersecciones: El Poeta de Gaza

“Todos ustedes son unos asesinos” afirma Dafna cuando el protagonista de El poeta de Gaza se confiesa arrepentido de no haber matado a un terrorista. Lo dice constatando un hecho, sin hacer juicios. Aunque las familias se paseen por la playa y la gente se reúna en los cafés, en Israel, la violencia es una amenaza constante. Como lo expresa Yishai Sarid en una entrevista, “a la distancia es fácil darse cuenta de que la guerra entre judíos y palestinos es una locura.” Sin embargo, nadie ha sido capaz de detenerla. La afirmación de Dafna es fruto de su impotencia frente a una situación que parece destinada a perdurar.

Yishai Sarid, El poeta de Gaza. México, Random House Mondadori, 2013.
Después de llevar a cabo un estudio antropológico sobre las causas de la violencia en el ser humano, Santiago Genovés concluye que la respuesta está en la búsqueda del control. El poeta de Gaza es un ejemplo de ello. Pero, más allá de esta premisa, me parece que lo notable de la novela ganadora del Gran Premio de Literatura Policiaca (Francia, 2001) es la manera en que el autor aborda la renuencia de distintos grupos a establecer puntos de unión.
El argumento del libro es sencillo: un agente de los servicios de seguridad del estado de Israel tiene como consigna encontrar al jefe de un grupo terrorista palestino. Dafna, una atractiva escritora y militante a favor de la paz, es el vínculo que llevará al protagonista hasta Hani, padre del terrorista y la única persona por quien este último estaría dispuesto a salir a la luz. La historia se complica cuando el agente se involucra emocionalmente con Dafna y encuentra en Hani a un hombre bien intencionado, difícil de lastimar.
Además de ser un antihéroe en todo el sentido de la palabra, el protagonista de la historia –el agente al que me refiero en el párrafo anterior- forma parte del grupo de quienes creen en la violencia como un medio para alcanzar la paz. Si es necesario torturar al interrogado hasta matarlo, la posibilidad de evitar un ataque suicida es suficiente justificación. En su grupo hay aprendices sin ideales y religiosos que guardan celosamente los preceptos. Del otro lado están los palestinos extremistas, dispuestos a hacerse explotar por la causa. Entre estos bandos, el diálogo no es una opción, como tampoco lo es entre los narcotraficantes y sus deudores o entre las familias que pasean a sus hijos en la playa y los que se han asignado el papel de protectores. Hablan sin escuchar al otro porque ya han decidido qué creer y guardan la empatía para los integrantes de su núcleo. Algunos son seres humanos temerosos que han caído en la trampa de los conceptos totalitaristas; otros, como los traficantes de droga, han optado abiertamente por la brutalidad para alcanzar sus objetivos; otros más, como Yotam, se refugian en sustancias que los alejen de un mundo demasiado doloroso para ellos.
“En general, los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia, pues todos pueden ver pero pocos comprenden lo que ven”, es una de las frases atribuidas a Maquiavelo. Los personajes de El poeta de Gaza le dan la razón. Los únicos que ven más allá de las representaciones son Dafna y Hani. Aunque quizás estén cansados de intentar comprender, siguen dispuestos a hacer contacto con quienes no comparten sus opiniones. Son la intersección de los conjuntos aislados por el miedo y los prejuicios que se arraigan generación tras generación.
Al revisar el expediente de Dafna, el protagonista nota que “En ninguna fotografía se veía enfadada, ni cuando a su alrededor había gente alborotando ni cuando tenía la boca abierta para gritar”. Le indignan los actos, sí, y su carácter es fuerte pero su fortaleza radica en la capacidad para reconocer sus errores y en la disposición para tender puentes. Más adelante, al hablar del árabe al que asesinó durante un interrogatorio, el mismo personaje le explica al terapeuta: “Esto no funciona sólo con el raciocinio. La razón no tiene lugar en el trabajo de ellos, ni en el nuestro; dos grupos de gorilas apaleándose.” Si la diferencia fundamental entre los humanos radicara entre quienes depositan su confianza en la fuerza bruta y quienes creen que existen alternativas, sería interesante descubrir qué hay detrás de tan distintas decisiones de vida.
En la Declaración de Sevilla sobre la violencia, documento adoptado por la UNESCO, científicos de distintas asignaturas llegan a la conclusión de que el ser humano no está determinado biológicamente a la violencia y, por lo tanto, que la misma especie que inventó la guerra es capaz de inventar la paz. Aunque el argumento de El poeta de Gaza sea quizás un poco burdo, la manera en que el autor nos muestra la faceta humana del conflicto israelí es profunda y nos hace reflexionar sobre la necesidad de distanciarnos de los prejuicios para poder decidir por nosotros mismos. “Vamos a juzgarnos menos y a entendernos más”, decía Santiago Genovés. El libro de Yishai Sarid va más allá. Es una invitación a hacer un alto en el camino para preguntarnos si nuestras luchas son realmente nuestras o las hemos tomado por inercia. Si queremos formar parte de un conjunto cerrado o preferimos las intersecciones.

Fuente: Susana Corcuera, Letras Libres, Libros, Septiembre 1, 2014.

 

La cuarta edición del Hay Festival Xalapa 2014

Por cuarto año consecutivo, Xalapa será sede de la edición mexicana del Hay Festival, encuentro nacido en Gales y que a lo largo de los años ha extendido su presencia a ciudades de Europa, América, Asia y Oriente Medio.
En esta ocasión ofrecerá más de 70 eventos sobre literatura, ciencia, arte, periodismo, música y cine.
Durante la presentación de la edición 2014 del Hay Festival de Xalapa, su directora Cristina Fuentes La Roche, invitó a ser parte de este evento cultural y literario que como en sus ediciones anteriores se desarrollará con gran éxito reuniendo a miles de personas que podrán convivir con los artistas y escritores que formarán parte del programa.
La principal atracción para este año es la presencia de Salman Rushdie, ganador de los premios Booker en dos ocasiones y Hans Christian Andersen, el también autor de Los versos satánicos ofrecerá una conferencia literaria y platicará con la mexicana Valeria Luiselli.

Hay Festival Xalapa Salman Rushdie
Destaca también el escritor y director de cine, Rithy Panh, cuyo documental The Missin Picture, sobre las atrocidades cometidas por el régimen de Pol Pot, fue premiado en el Festival Internacional de Cine de Cannes; la visita del español, Juan Bonilla, ganador del Premio de Novela otorgado por la Bienal Mario Vargas Llosa por su obra, Prohibido entrar sin pantalones; el alemán, David Safier; los mexicanos Élmer Mendoza, Guillermo Arriaga, Margo Glantz y Brenda Lozano; el controvertido músico estadounidense Daniel Johnston; la bloguera cubana, Yoani Sánchez; el británico, Adam Thirwell; entre otros.
En el mismo marco se realizará la II Edición del Encuentro Talento Editorial, donde 20 editores nacionales y extranjeros reflexionarán sobre la industria del libro. Y el Hay Festivalito, dedicado a los niños y que reunirá a los escritores Francisco Hinojosa, Yolanda Reyes y Jordi Sierra I Fabra.

Fuente: http://www.hayfestival.com/xalapa/es

 

Los padres antiguos (cuento)

Bernardo Esquinca
Un hombre de la ciudad no se adapta a cualquier cosa. Desde el momento en que descendí del avión en el aeropuerto de Chetumal, la bocanada de aire caliente que me recibió me dejó claro que entraba a un mundo diferente. Uno exuberante y cargado de humedades insidiosas. Sin embargo, mi chamarra permaneció sobre mis hombros mientras esperaba a que la banda transportadora trajera mi maleta; un último asidero al constante y familiar frío que sentía en la ciudad de México. En el trayecto de media hora a Bacalar intenté asimilar el paisaje: vegetación tropical entre construcciones ruinosas, deshuesaderos y enormes anuncios de cerveza Superior —bebida que yo creía extinta—; todo conspiraba para darle un toque de decadencia al Caribe mexicano, a pesar de su pujante industria turística. Nada me preparó para lo que encontré en Bacalar, el lugar al que había sido invitado por la Casa Internacional del Escritor a dar un taller de narrativa durante quince días: un pueblito al que la publicidad anunciaba como “mágico” pero al que yo en realidad encontré fantasmagórico. Con calles asfaltadas por las que era difícil cruzarse con alguien, y más complicado aún conseguir una buena cerveza. Bacalar está situado al borde de una laguna a la que debe su fama, una enorme extensión de aguas quietas que cambian de colores como si se tratara de un camaleón. Algo mágico había sin duda en ese lugar —desde el primer día escuché historias de niños ahogados en la laguna y buzos que se sumergieron en el Cenote Azul para nunca regresar, perdidos en el laberinto de cuevas subterráneas que conectaba con algo parecido al inframundo— pero su auténtica naturaleza tardaría unos días en revelárseme.

02-padres-01
Desde la primera noche batallé para conciliar el sueño, distraído por los inquietantes ruidos del trópico, en especial un chasquido fuerte y cercano que provenía de la ventana de mi habitación; parecía —o así lo quise pensar— como si una mujer agazapada en las sombras del jardín de la Casa Internacional del Escritor me estuviera mandando besos. Después supe que se trataba de unos diminutos animales amarillos llamados “cuijas” o “besuconas”, totalmente inofensivos, que se pegaban al techo del cuarto con esa eternidad pétrea tan propia de los reptiles. Durante aquellas madrugadas calurosas e insomnes no pude dejar de imaginar que aquellos besos siniestros eran lanzados por súcubos de colmillos afilados que aguardaban en lo alto de las palmeras a que el sueño me venciera por completo.
Un hombre de la ciudad no se adapta a cualquier cosa, y yo jamás he podido con los bichos. Para mi desgracia, Bacalar era un lugar infestado por ellos.
Algunos, como descubrí más tarde, era inclasificables.
Shark Bay, Australia
El general MacCarthy contempló las dunas que se unían con el mar. Vio también las aletas de algunos tiburones que se paseaban a unos metros de la orilla, dueños de aquel territorio protegido de la mano del hombre. Era un paisaje único, pero MacCarthy no estaba ahí para disfrutarlo. Se aproximó al campamento montado al borde de la amplia extensión de estromatolitos y observó las maniobras de los biólogos. Aquellas formaciones primigenias que se apiñaban en las aguas bajas como una colonia de mantecadas cubiertas de lama, le parecían tan absurdas como anodinas, pero eran material de estudio prioritario del Proyecto Rojo, y él debía vigilar que las muestras se tomaran y llegaran en buen estado al laboratorio. Eso en teoría, porque los biólogos sabían hacer bien su trabajo, y él no entendía nada de embalaje, biocontenedores de seguridad, temperaturas controladas. El general MacCarthy estaba ahí, sobre todo, para asegurarse de que no hubiera testigos. De que nadie ajeno al Proyecto Rojo se acercara e hiciera preguntas incómodas. Hasta el momento todo marchaba según lo planeado. El gobierno australiano se mostró comprensivo y aceptó las explicaciones oficiales. Pronto se irían de ahí. MacCarthy decidió relajarse y extrajo un puro de su chaleco. Desvió la mirada de los biólogos y se puso a seguir la aleta de un tiburón hasta que se perdió mar adentro.
Ser un hombre de la ciudad en el trópico tiene sus ventajas. El aplastante sol de Bacalar me hacía caminar con la cabeza constantemente agachada, y así fue como me encontré con la primera alimaña. Estábamos en un receso del taller, y me dirigía junto con algunos de los alumnos a una tienda cercana en busca de agua. Sobre el asfalto había una criatura aplastada. Me acuclillé para observarla de cerca. Parecía un insecto enorme.
—Es una tarántula —me confirmó Daniela.
Era oriunda de Chetumal y la que mejor escribía entre todos los participantes del taller. Desde el primer instante me sentí atraído por ella. Su piel morena, sus ojos grandes y brillantes, y su aspecto saludable en general eran todo lo contrario a los espectros lechosos y eternamente constipados que deambulaban por la ciudad de México.
Yo sólo había visto tarántulas en los documentales de la televisión. Saqué mi celular y le tomé fotografías. Un acto simple que después se convertiría en un ritual durante mi estancia en Bacalar, aunque en ese momento no lo sospechaba. Tampoco sabía que las tarántulas tienen ocho patas. Hice varias tomas ante la condescendencia de mis alumnos. Me sentí estúpido, el ejemplar citadino que se impresiona con la fauna que para los locales resulta una obviedad. Daniela me lanzó una mirada que decía “sólo es una araña”. Estaba parada a mi lado, con sus largas y bronceadas piernas ofreciéndome un asidero ante el mundo salvaje. Ya las había tenido alrededor de mi cintura y alrededor de mi cuello, apretándome con el vigor de sus veintitrés años. Siempre he pensado que las piernas de las mujeres son mi mayor debilidad y también mi fortaleza. Lo mismo me han vencido que soportado. Por eso es la parte del cuerpo femenino que más agradezco.
Cedí ante la impaciencia de Daniela y me levanté, olvidándome de la alimaña. Fue algo pasajero. Al terminar la sesión del día, me retiré a mi habitación, bajé las fotografías a mi laptop, y me di cuenta de una cosa.
Aquella tarántula tenía doce patas.
Andros Island, Bahamas
El mar estaba tan azul que parecía pintado con un crayón. A pesar de la paz que se respiraba en aquel lugar, el general MacCarthy se sentía ansioso por regresar. Estaba harto de comer pescado y escuchar las supercherías de los nativos. Afortunadamente, el equipo del Proyecto Rojo ya preparaba las maletas. No había sido tarea fácil, como en Australia. Esta vez se acercaron algunos curiosos a la zona de estromatolitos; McCarthy tuvo que distraerlos llevándoselos al bar más cercano y dejando que lo atosigaran con las leyendas locales. Una tortura. Al general le molestaba que los humanos buscaran monstruos donde no los había. Los nativos le contaron la historia del mítico Lusca, una criatura gigantesca mitad tiburón, mitad pulpo, que devoraba los barcos en alta mar. Qué tontería. El único monstruo que existía era el del ejército enemigo. Cuando se combatía cuerpo a cuerpo, y se miraban los ojos del rival llenos de odio y temor, uno comprendía que ahí se alojaba la bestia. Él había matado cientos de monstruos reales. Lo demás era material de literatura. Y al general MacCarthy no le gustaban los libros.
Con el paso de los días continué topándome con extrañas criaturas aplastadas por las llantas de los coches en el suelo de Bacalar. Yo las fotografiaba a todas, mientras Daniela les daba de inmediato un nombre para intentar calmar mi creciente inquietud. Si sobre el asfalto había algo peludo y con cola, demasiado grande para ser una rata y demasiado pequeño para ser un perro, ella decía “tlacuache”. Si había algo que parecía un insecto, un grillo o tal vez una hormiga pero del tamaño de un ratón, ella decía “cara de niño”. Sólo hubo algo que no pudo explicar: la piel dejada por una serpiente, a la que sin duda muchos automóviles le había pasado por encima, porque tenía el grosor de una oblea. Una piel de serpiente, en apariencia simple, que hasta yo supe identificar. Pero cuando la miramos bien nos dimos cuenta que en el lugar donde debería estar la cola había otra cabeza.
Por las noches me conectaba a internet y me ponía a indagar sobre los animales que Daniela nombraba. Así es como me enteré de que la forma habitual de las tarántulas no encajaba con la que yo había fotografiado en Bacalar. Daniela se aburría con mis pesquisas y me arrastraba a la cama. Su cuerpo era una novedad para mí, pero tenía algo más a su favor: la conexión a internet era lenta, y se perdía constantemente. Así que yo dejaba que Daniela me alejara del monitor y me enredara entre sus piernas. Lamía el sudor que goteaba por sus muslos, mordía sus tobillos, succionaba los dedos de sus pies. En esos momentos lograba olvidar a las cuijas, las libélulas, los zancudos y los gusanos que acechaban en las paredes y en el piso del cuarto.
En el sexo somos más animales que nunca.
Golfo Pérsico, Emiratos Árabes Unidos
Nunca antes se había subido a un camello. Y odió la experiencia. Le parecían animales que se dejaban llevar con una mansedumbre estúpida. Los caballos eran mejores: combatían y conquistaban junto con los ejércitos. Además, el trasero le dolió durante dos días. Su labor en el Proyecto Rojo comenzaba a agotarlo. ¿Por qué era tan importante? El general MacCarthy sabía muy poco al respecto. Se trataba de información clasificada, él sólo cumplía órdenes. Sin embargo, comenzaba a intrigarle. Se dio cuenta de que los estromatolitos tenían diferentes formas en cada lugar al que el equipo viajaba. En unos sitios parecían mantecadas, en otros hongos o pequeñas cúpulas. Los biólogos no decían una palabra al respecto; eran tan crípticos como los superiores del general. Lo único que MacCarthy conocía de aquellas extrañas formaciones era que estaban relacionadas con el surgimiento de la vida en el planeta. Eso, y también que estaba harto de los árabes y su parloteo incomprensible.
Pronto se convirtió en una obsesión. Me apresuraba a dar el taller y después recorría las calles de Bacalar en busca de alimañas. Mi intención no era únicamente llevar un registro. Quería saber. Comencé a preguntar aquí y allá, y a mostrar las fotografías que tomaba con el celular. La gente se encogía de hombros o me miraba con rostro circunspecto. Sí, yo era un bicho de la ciudad. Daniela se alarmó. Arguyendo que mis pesquisas arruinarían mi reputación de escritor serio, intentó convencerme de que me olvidara del asunto. No hice caso: mis libros no se conseguían en Chetumal y sus alrededores; en realidad, yo era un desconocido en la región. Mi desdén hacia los consejos de mi amante no afectó nuestra relación. Seguíamos teniendo sexo por las noches. En cuanto terminábamos, me sentaba frente a la computadora, buscaba información, veía las fotografías una y otra vez.
Mi terquedad orilló a Daniela a tomar una decisión. Una noche particularmente calurosa, me dijo: “Vamos a dar un paseo”. Al principio me rehusé, porque de noche la escasa iluminación de Bacalar impedía ver más allá de la propia nariz. “Será imposible localizar criaturas aplastadas”, le dije. Luego pensé que quizá podríamos topárnoslas vivas, pues era probable que salieran de sus escondites al cobijo de la oscuridad. Eso me llenó de terror. “Te conviene”, insistió, y terminó por convencerme. Caminamos en silencio bajo el cielo nocturno de Bacalar, entre sus calles llenas de ruidos misteriosos y a la vez tan quietas como un cementerio. Daniela me condujo hasta la zona costera que bordeaba la laguna y entramos en el Balneario Municipal. Yo había pasado por ahí días antes: era un lugar abandonado, una construcción que se quedó a medias —suponía— por falta de fondos. Conforme nos acercamos distinguí los restos de una carpa a la orilla de la laguna, y una fogata. Sentado junto al fuego había un hombre de barba tupida y ropa andrajosa. Daniela me lo presentó como el profesor Hinojosa. Pensé que era el loco del pueblo y le recriminé con la mirada, pero pronto me di cuenta que estaba equivocado. Daniela encendió un cigarro y se alejó por el muelle, dejándonos solos.
Ésa fue la primera vez que escuché hablar de los estromatolitos.
Cuatro Ciénagas, Coahuila
El desierto mexicano lo impresionó. Sus habitantes le parecieron insignificantes y taimados, como todos los mexicanos, pero el paisaje era otra cosa. El escenario perfecto para batallas épicas. De hecho, sus ancestros habían perseguido indios a ambos lados de la frontera; las montañas altas y verdes que circundaban el valle algo sabían de ello. Estar ahí le hizo sentirse en contacto con su pasado. Fue el único lugar del que lamentó irse pronto. Y si tuvo que marcharse, fue por el inesperado mensaje que recibió de uno de sus informantes. El general MacCarthy cogió sus cosas y se despidió de los miembros del Proyecto Rojo. Les explicó que se trataba de una emergencia. Lo que más le contrariaba no era tener que cruzar todo el territorio mexicano hasta el sur, sino regresar a aquel sitio. Al pueblucho donde todo el periplo de los estromatolitos comenzó, y donde el general no tomó las precauciones necesarias. Ahora tendría que regresar a corregir su error.
Hinojosa sabía más de lo que yo hubiera imaginado. Más, incluso, de lo que me hubiera gustado saber. Mientras observaba a los lejos la punta encendida del cigarro de Daniela moverse en la oscuridad como una luciérnaga, le hablé sobre los asuntos que me quitaban el sueño.
—¿Has oído hablar de los estromatolitos? —me preguntó, tras mirar las fotografías de mi celular.
Nunca
Hinojosa sacó una petaca, le dio un trago, y me la ofreció. Era aguardiente barato, pero le hizo bien a mi ánimo.
—Son los organismos vivos más antiguos del planeta. Están conformados por capas de algas y bacterias. Hace tres mil quinientos millones de años, los estromatolitos desarrollaron la fotosíntesis, liberando oxígeno en la atmósfera, y eso a su vez formó la capa de ozono. Gracias a ello, la radiación ultravioleta fue contenida y la vida submarina pudo evolucionar fuera de las aguas. El mundo existe tal cual es hoy porque los estromatolitos introdujeron todos esos cambios. Son, en pocas palabras, los padres de todos nosotros.
—Entiendo —dije, devolviéndole la petaca—. ¿Pero eso qué tiene que ver con Bacalar?
—La laguna —respondió, levantando la quijada para señalar hacia las aguas oscuras—. Hay pocos lugares en el mundo donde aún se les puede encontrar. Bacalar es uno de ellos.
La punta roja del cigarro de Daniela había desaparecido. No podía saber si continuaba en el muelle o si escuchaba la conversación desde algún punto cercano.
—¿Y las criaturas de las fotografías?
Hinojosa me lanzó una mirada reprobatoria. Él era el maestro, y yo el alumno impaciente.
—Hacia allá vamos —le dio un largo trago al aguardiente y continuó—: Actualmente la NASA le está poniendo mucha atención a los estromatolitos. Tiene todo un proyecto para estudiarlos. Resulta que es un tipo de vida muy similar a la que podría encontrarse en Marte.
—No mames —dije, y le arrebaté la petaca.
Hinojosa esperó a que bebiera. Luego continuó:
—La laguna de Bacalar fue el primer lugar al que vinieron los científicos de la NASA. Esta carpa es lo único que quedó del campamento que montaron. Entonces sabían muy poco sobre ellos, y realizaron una serie de experimentos in situ. Incluso permitieron que un investigador local como yo se involucrara y llevara un registro. Cuando las cosas comenzaron a salir mal, intenté denunciarlos, pero ellos desbarataron rápidamente el campamento, y también mi reputación con una serie de mentiras. Ahora nadie quiere darme trabajo…
—¿Qué fue lo que pasó?
—Es complejo, y difícil de explicar. Lo importante es que los científicos se fueron antes de ver los resultados a largo plazo de su intervención. Pero yo lo he atestiguado. Y ahora tú también. En pocas palabras, aceleraron el metabolismo de los estromatolitos, y ahora ellos están afectando a la fauna local. Es como si los padres estuvieran induciendo una nueva evolución… Ellos estaban aquí desde mucho antes que nosotros, y seguirán aquí cuando nos hayamos ido…
Hinojosa se detuvo. Veía más allá de la fogata y en su rostro se dibujó una mueca de terror. Seguí su mirada y vi que Daniela regresaba. Junto a ella venía un hombre. Tendría unos sesenta años y vestía ropa de camuflaje. Sin mediar explicación, sacó una pistola y le hizo una seña a Hinojosa.
—Come with me professor —dijo.
Hinojosa me dirigió una última mirada. En su rostro había una mezcla de desesperación y resignación, la misma que se apodera de aquellos que saben demasiado y no pueden hacer nada con la información que poseen.
—Escribe sobre esto —dijo, y se levantó.

Al día siguiente, inventé un pretexto a los organizadores del taller y lo di por concluido antes de tiempo. Mientras hacía mi maleta, Daniela me observaba desde la cama, desnuda y con las piernas cruzadas a la altura de las rodillas. Lo dicho: las piernas de las mujeres me han arrastrado al naufragio pero también me han salvado de él.
—¿Estás molesto conmigo? —preguntó.
Quería marcharme lo antes posible. No deseaba conversar con ella; nuestro último encuentro sexual había sido una especie de tributo, el esclavo que le paga un favor a su amo.
—Molesto y agradecido, supongo.
—Tú los sabes muy bien: de escribir no se vive. De algo me tengo que mantener, ¿no?
Cerré la maleta y la coloqué sobre el suelo.
—Hay cosas más dignas que ser la oreja de un militar gringo.
Daniela ignoró mi comentario. En el piso, al lado de la maleta, vi una cucaracha enorme. La aplasté, escuchando con un escalofrío el crujido bajo la suela de mi zapato. Levanté el pie y lo volví a dejar caer con fuerza, para asegurarme que el bicho quedara aniquilado. Luego le pregunté a Daniela:
—¿Por qué el militar no me hizo nada? ¿Le dijiste que había algo entre nosotros?
Daniela se rió. Descruzó las piernas y las estiró en la cama. Fue la última vez que las contemplé.
—Qué ingenuo eres. Le dije a MacCarthy que no teníamos que preocuparnos por ti. Que eras escritor, y que si decías algo, nadie te creería.
Iba a responder algo, pero preferí callar. Me puse la chamarra, y eso me hizo sentir que me acercaba a la ciudad. Lo único que me confortaba en ese momento era saber que dentro unas horas volvería a estar en casa. Abrí la puerta y salí de la habitación, sin despedirme. Antes de cerrarla miré al suelo.
La cucaracha había desaparecido.

Este cuento forma parte del libro Mar Negro
El escritor mexicano Bernardo Esquinca publica el libro Mar negro, una colección de cuentos de terror donde el autor plantea interrogantes cuyas respuestas se encuentran al otro lado del miedo que definen al humano, como el temor a lo desconocido o el espanto que late dentro de la cotidianidad.
Estas son las preguntas: ¿La vida en la Tierra sólo puede evolucionar, o también mutar en criaturas amenazantes, propias de la prehistoria y el horror?, ¿el amor es motivo suficiente para traer a un hombre de regreso de la muerte? y ¿los juguetes infantiles pueden convertirse en mensajeros de furiosas maldiciones?
El nuevo volumen, editado por Almadía, conduce hasta el nervio más sensible de las pesadillas. El autor escribe estas piezas narrativas como quien disecciona un cadáver para adentrarse en su alma y su historia.
Esquincanació en Guadalajara en 1972. Es autor de las novelas Belleza roja, Los escritores invisibles, La octava plaga; así como de los volúmenes de cuentos Los niños de paja (Almadía) y Demonia (Almadía).
Compiló, junto con Vicente Quirarte, los dos volúmenes de la antología Ciudad fantasma. Relato fantástico de la Ciudad de México (XIX-XXI) publicados por esta misma editorial. Su libro más reciente es la novela negra Toda la sangre (Almadía). Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Cinco días desconectada del mundo…

Hace una semana regresé o más bien regresamos en familia (mis dos hijos y mi esposo) de nuestra estadía en el Parc National d’Oka que forma parte de la región turística conocida como des Laurentides en la provincia de Quebec. Es el segundo año consecutivo que hacemos camping y la experiencia siempre es enriquecedora, divertida y única. Para llegar a dicho lugar hay que hacer un viaje por carretera de aproximadamente 70 minutos, en su mayor parte muy estresantes, esto debido a que tienes que atravesar la Costa Sur (que es donde vivo) y luego la Costa Norte. Lo cual significa pasar varias avenidas principales de la ciudad y por algunas autopistas que se entrelazan y que por momentos parecen laberintos sin salida. Esta por demás decir, que sin el GPS se corre el riesgo de dar varias vueltas al garete o bien perderse. Sin embargo, el estrés bien vale la pena, pues apenas entramos al parque nos relajamos, yo me solté de la agarradera de la camioneta y fijé mi vista en el vasto paisaje tupido de árboles y vegetación. Lo primero que hicimos al llegar fue darnos de alta y registrarnos, una vez realizados los trámites de rigor nos dieron nuestro pase, nos asignaron a uno de los tres campamentos que existen y el número de terreno para acampar. Después de circular por más de 10 minutos a 20 kilómetros por hora llegamos a nuestro terreno, hicimos una breve y enseguida instalamos la tienda y demás enseres para sobrevivir durante cinco dias y cuatro noches. A diferencia del año pasado (en el Parque Nacional de Driftwood, Ontario) esté parque ofrecía servicio de lavandería y una tienda pequeña bien surtida por si acaso olvidaste algo. Otra novedad fue que Mathieu, mi esposo decidió tomar un terreno sin electricidad, él quería estar seguro que una vez muerta la batería de su celular no habría la menor posibilidad de recargarlo y por ende estar tentado a checar su correo electrónico, y así fue. Durante el tiempo que estuvimos acampando él me dijo en repetidas ocasiones lo feliz que se sentía de no tener llamadas que en su mayor parte siempre son problemas a resolver. Por mi parte, me preparé psicológicamente a hacer una pausa a mi hábito cotidiano de leer todas las mañanas los diversos periódicos del mundo de mi preferencia en mi tableta electrónica. Evidentemente sin internet tampoco posteé en mi facebook, ni en mi twitter, ni en el g+. Los dias previos a nuestra escapada programé con esmero mis posts para mis blogs. Lo cual me permitió estar más resignada a prescindir de la tecnología. Y en el campamento puse mi celular en airplane mode de tal forma que sólo me servía de el como reloj hasta que la batería también se extinguió. Así que por unos dias el mundo se detuvo, los problemas que aquejan a la humanidad (y los míos) no pudieron perturbarme y el tiempo pasó mas lentamente. Me sentía como en otra dimensión.

 

Playa d’Oka

Una vez instalados tomamos nuestros cascos y bicicletas y partimos emocionados a descubrir el parque y su playa. Esta última me entusiasmaba menos, lo confieso. Esto debido a mi ignorancia e ingenuidad de haber creído que en un país nórdico podría encontrar una playa como las del pacífico de México o bien del Caribe. En Driftwood la playa era estrecha y de color negro, y en lugar de palmeras estaba un hermoso bosque y obvio, en lugar de mar un inmenso lago de agua fría. Y con tal experiencia esta vez no tenía ninguna expectativa de algo diferente. Sin embargo, para mi sorpresa esta vez Playa d’Oka me dejó con la boca abierta, la arena es blanca, el agua tibia, y un ambiente muy de fiesta hicieron que me olvidará que estaba en Canadá y me sentía como en cualquier playa del sur. Evidentemente, después de conocerla cancelamos las posibles excursiones que habíamos planificado al exterior del parque y nos pasamos la mayor parte del tiempo en la playa y haciendo paseos en bicicleta por el bosque. Esos dias en familia fueron inolvidables y revitalizadores en todos los sentidos. El estar alejada de las comodidades y la tecnología me ayudó a estar en comunión conmigo misma, re-aprendí a disfrutar de las conversaciones de todo y nada con mi esposo, jugué como una niña corriendo por atrapar el frisby entre las aguas tibias del lago que me lanzaban mis hijos, tomé sol sin quejarme, me basto recordar el crudo invierno que tuvimos este año y eso fue suficiente para evitar esta perniciosa costumbre. No me cansé de mirar una y otra vez las maravillas del paisaje: las nubes y sus múltiples formas, el cielo azul, el bosque, el lago, las aves, la espesa vegetación, a la gente de mí alrededor, en fin todo. Y los más importante es que Deo gratias si pude desconectarme del mundo por cinco días…

Lorena Lacaille
Para sugerencias y comentarios sobre mis artículos y sobre la información que encuentras en el blog, escríbeme a la siguiente correo y te responderé a la brevedad posible.
-Lorenalacaille79@gmail.com
Derechos de autor
Este artículo es de libre distribución siempre y cuando respetes el nombre del autor y no alteres la información.
© Lorena Lacaille, 2014.